Alcázar de Venus: "Entre la Nieve y la Mar"

 

LA TÍA CARMEN.

Antes de darme a la tarea de plasmar en el papel una breve semblanza sobre Carmen Noguerol, “la tía Carmen”, creo necesario hacer una concisa aproximación geográfica e histórica para situar convenientemente en el lugar y en el tiempo a personaje tan singular. Después, ineludiblemente, habrá que descubrirse para escribir sobre “la tía Carmen”, “la comadre Carmen”, “la abuela Carmen”... que de distintos modos era conocida, aunque el apelativo más generalizado fuese el primero de ellos.

Con mucha frecuencia en conversaciones que sobre los viejos tiempos he tenido oportunidad de participar como oyente “esponja” ha salido a colación el nombre de “la tía Carmen”. Y mientras más conocía de su personalidad, costumbres y actividades, más interés sentía por profundizar en el conocimiento de la persona y del personaje. Para ello he recurrido a las fuentes vivientes que son la mayoría de los hombres y mujeres de Alcázar que ya han traspasado la magnífica barrera de los setenta, o están a punto de hacerlo, algunos de ellos familiares suyos, otros amigos, y todos fervientes admiradores de su personalidad y de su modo de ser y de hacer.

Sin más preámbulos paso a hacer partícipe a los visitantes de nuestra web de aquello que los demás me han hecho partícipe a mí sobre “la tía Carmen”.

Alcázar a finales de los años cuarentaNos situamos en Alcázar, pequeño municipio de la Alpujarra granadina, en la España profunda de la posguerra, donde, como en casi todas las zonas de similares características, las dificultades para llevar a la casa lo necesario para el día a día, para ir tirando, eran más que patentes en la generalidad de las familias. El racionamiento, el estraperlo, y la escasez de trabajo, bienes de cualquier tipo y dinero para adquirirlos eran tan generalizados que la mayoría de los hombres y mujeres de aquella época se veían obligados a agudizar su ingenio y extremar su inteligencia para poder subsistir. Junto a lo anterior, una sociedad anclada en el pasado en donde cualquier cambio o transformación era recibido con mil prevenciones, en la que los roles de cada uno estaban perfectamente delimitados, y en el que llevar la vida del vecino resultaba ser lo más interesante para muchas de las personas que formaban dicha colectividad.

Pues en este contexto aparece la “transgresora” figura de “la tía Carmen”. Una “Carmen” más.

Enviudó durante la Guerra Civil. Una embolia acabó con la vida de su esposo en Motril. Madre de dos hijos ya casados y una buena caterva de nietos (alguno de los cuales le tiraría, en más de una ocasión, de la saya pidiendo un trozo de pan de harina blanca o cualquiera otra cosa de las que la abuela dispusiese en su despensa), a su regreso a Alcázar tras la contienda, no se resigna a vivir al amparo de sus hijos y se decide a buscarse la vida por sus propios medios, para ello monta una taberna en su casa en la parte del pueblo conocida como el Cerrillo. Sería la única taberna regentada por una mujer en muchos kilómetros a la redonda. Con el tiempo, la taberna llegó a convertirse en pensión, tienda, banco y, sobre todo, refugio del mocerío de la población que siempre tuvo en “la tía Carmen” al mejor auxilio de sus penurias económicas y a la más fiel cómplice de aquellas pequeñas fechorías que con tanta frecuencia llevaban a cabo para matar el rato y consolar sus, casi siempre, desabastecidos estómagos.

"La Tía Carmen". Foto cedida por su nieta María Castillo.Su menuda figura vestida de negro, con el pelo recogido bajo el pañolón, también negro, se movía entre los parroquianos habituales de su taberna, y sin remilgos, ni las inhibiciones propias de las mujeres de la época era capaz de tratar con ellos de lo que fuese interesante para la buena marcha de su negocio. Sus ojos vivarachos estaban al pendiente de todo lo que precisaba la clientela, en su totalidad masculina, o la mujer de alguno que asomaba casi a escondidas para que le llenase una botellica de vino. Sus nervudas y trabajadas manos pronto se aprestaban para colocar la garrafa sobre una de las rodillas y verter el vino hasta completar la botella, la mediílla o las limetas que fuesen necesarias.

Era la taberna una habitación en la que dos mesas y algunas sillas conformaban el mobiliario exterior que se completaba con un improvisado mostrador y un par de tablas, a modo de estanterías, sobre las que bailaban alguna botella de coñac, aguardiente o anís. Las garrafas de vino estaban colocadas debajo del mostrador o en la cocina. Una humilde chimenea daba cobijo a magníficos troncos que caldeaban el lugar en los días de frío.

Junto a la habitación que servía de taberna se encontraba otra con dos camas en la que la pareja de la guardia civil pernoctaba cuando hacía su ronda por Alcázar y sus cortijos. También lo hicieron allí algunos de los forasteros que ennoviaron con muchachas de Alcázar o que venían a dar el peón, entre estos, algunos de los que trabajaron en la construcción de la carretera de la Venta, a los que además les preparaba de comer.

Quizás los días en los que los civiles dormían en la “pensión” de “la tía Carmen”, fuesen los de menos tráfico en la taberna. Aquellos que gustaban de jugarse los cuartos al Monte, al Julepe o al Jisley no lo podían hacer, y aquellos otros que más le daban al “alpiste” y por tanto al “pico”, tampoco estaban muy dispuestos a compartir barra con los de la benemérita. Por eso y porque casi siempre se querían enterar de todo, “la tía Carmen”, dentro del buen trato que tenía con toda su variopinta clientela, solía mirarlos con cierta suspicacia.

Ella también, en esos días, no hacía alarde de sus liberales costumbres. Con los forasteros guardaba no pocas distancias, pero con sus paisanos y conocidos se mostraba tal cual era. Si se terciaba fumarse un cigarro de churrasca decía tranquilamente, sin ninguna reserva: «El humillo y el sabor que deja la churrasca me sirven para aliviar el dolor de muelas». En las frías mañanas de invierno podía perfectamente acompañar a los primeros clientes con una que otra copita de anís “del du”, ése que se pasaba sin tener que carraspear. Tampoco mostraba inconveniencia si por la tarde en la partida de cartas faltaba tercio, ocupaba dicho lugar hasta que aparecía por un lado de la cortina de saco aquél que necesitaban los que estaban jugando con “la tía Carmen”. No serían ni uno ni dos los Rentoys que ganara o perdiera antes de que se completara la partida con jugadores varones. Si era juego en el que corría el dinero, ella participaba pero nunca arriesgaba ni una de las perrillas que tanto trabajo costaba meter en la faltriquera, les hacía el apaño a los otros, pero eran ellos los que se jugaban los cuartos.

Por aquellos años incluso escaseaba la leña por los alrededores del pueblo y uno de los métodos de cobro que tenía “la tía Carmen” para con sus clientes morosos era ese: un haz de leña, dos o los que fuesen necesarios podían cubrir el vino de una noche de cartas o de parranda con los amigos. «Gorda y verde, que a mí no me importa, así dura mucho más», advertía a los que se decidían por ese camino para saldar su deuda con nuestro personaje. Si el haz de leña se valoraba en unas tres pesetas y el litro de vino valía diez reales, aun sacaba rédito de cincuenta céntimos a cada botella fiada.

El asunto por el que “la tía Carmen” hiciera uso de la leña como moneda de cambio no era otro que el hecho de que esa era una actividad que a ella, por sus años y por sus otros quehaceres, le estaba casi vedada. Es por eso por lo que incluso a aquel nietecillo que le pedía el trozo de pan blanco le hacía que se encaminase hasta el encinar donde el tío Juan Correa armaba un horno de carbón, para que éste le preparase un pequeño haz para su abuela. Con ello trataba de enseñar al nieto siguiendo el precepto bíblico: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente", al tiempo que el pequeño se iba forjando para enfrentarse a la vida (donde nada te regalan) el día de mañana.

Otra tarea que “la tía Carmen” no podía afrontar por sus propios medios era reponer la launa del terrao antes de que llegara el invierno. Muchos de sus parroquianos, de Alcázar y de los cortijos, que disponían de caballerías, quedaban uno de los días del final de octubre y cada uno de ellos le llevaba una carga de launa y se la esparcían convenientemente en el terrao de su casa. Aquél era un día de fiesta. Tras acabar con la faena, todos se reunían en torno a la sartén de “familia” (llamada así porque se prestaban unas familias a otras en caso de reuniones de muchos) donde “la tía Carmen” había preparado unas exquisitas migas aderezadas, entre otras, con las engañifas que guardaba en las orzas de barro melado para esa ocasión. Esta comida, más que el pago por la launa y el trabajo, era motivo de esparcimiento y de simpática convivencia, y a través de ella se manifestaba la gratitud mutua entre la “la tía Carmen” y algunos de sus más fieles.

Serían los jóvenes los más fervientes clientes de su taberna, no en vano era su confidente, su compañera y su amiga en casi todas las ocasiones que las circunstancias lo requerían; sobremanera cuando se trataba de guisar algún conejo o gallo que se había “extraviado” del corral de uno de los implicados o de algún otro vecino. No participaba en el guisoteo ni en su ingesta, pero les prestaba los utensilios y el lugar y se hacía la despistada. Sabía guardar el secreto, y ni a los padres de los interfectos ni a la guardia civil cuando la interrogaran sobre tal o cual suceso, les soltaría prenda, aunque aún no se hubiese disipado el olor a plumas quemadas de la cocinilla contigua a la taberna. También eran los que más escasos estaban del vil metal y por tanto los que le aportaban los más generosos haces de leña “verde y gruesa”.

No sólo dejaba fiado lo que los muchachos, o no tan muchachos, pudieran haberse tomado en la taberna, sino que además hacía las veces de prestamista. El día de la Virgen de agosto era el señalado para la devolución de lo prestado. La cantidad más corriente era la de cien pesetas a un interés del diez por ciento anual, con lo que el quince de agosto recogía las ciento diez pesetas de aquellos a los que les había hecho el préstamo. Era moneda corriente que en esa misma fecha se formalizase un nuevo crédito por idéntica cantidad con lo que nuestra peculiar banquera solamente se quedaba con los réditos de la cantidad prestada. Todos los trámites eran de palabra y no se extendía documento alguno: entre la “banquera” y sus deudores existía tal confianza que ni los propios hijos de “la tía Carmen” eran conocedores de las personas que se entrampaban con ella. «Lo que nadie tiene que saber, lo tendréis que subir conmigo por el barranquillo los Muertos», cuentan que les dijo en una ocasión de forma premonitoria, pues con ella se irían todos los secretos que nada más conocían ella y los implicados.

Cuando uno de sus hijos, José, puso otra taberna en el pueblo se sintió muy ofendida por la inesperada competencia, y no había nada que la sulfurase más que el que algún parroquiano le dijese que iba a tomarse un vasico a casa de su hijo. Ella le señalaba al que le había hecho tan desagradable comentario: «Ése bautiza tanto el vino que es igual que si te tomas un vaso de la fuente del barranco». La acción de bautizar el vino estaba tan extendida entre los taberneros de la época que ni la misma “tía Carmen” estaba al margen de su práctica, bien está que ella lo hacía en pequeñas cantidades (un litro de agua a cada arroba) y porque «el vino es muy fuerte y puede sentarle mal a los hombres que después tienen que subirse en sus caballerías y se podrían caer». Lo que hacía, más que sisar, era “una obra de caridad”.

De todas las personas de las que he escuchado aspectos relativos a la vida y costumbres de “la tía Carmen”, no he oído en ningún caso un matiz negativo, cosa de por sí ya bastante difícil cuando se trata de hablar de los demás. Ello me lleva al convencimiento de que además de ser, como decía al principio una “transgresora” de las costumbres dominantes, tuvo que ser una mujer valiente y adelantada a la mayoría de las mujeres de su entorno y de su tiempo, tal vez incomprendida, pero seguro que al mismo tiempo admirada y envidiada por muchas de ellas. No cabe duda que hacer lo que ella hacía en el lugar y en las fechas antes mencionadas tiene un mérito comparable al de aquellas otras mujeres que rompieron con todos los estereotipos y modelos predefinidos de las épocas que les tocaron vivir.

Si a lo largo de la historia han existido, bien de leyenda, bien fruto de la imaginación de su autor, pero seguro que todas basadas en mujeres de carne y hueso, Cármenes tan señaladas como la de Merimme, la Cigarrera o de Bizet, la de Ronda..., prototipos de mujeres apasionadas, defensoras de su independencia, y poseedoras de una personalidad arrolladora, indomable e inquebrantable, a ésta, nuestra admirable “tía Carmen”, también podríamos denominarla como “La Carmen de Alcázar”, que sin las connotaciones pasionales ni apasionadas de las anteriores, puso de manifiesto su independencia y una personalidad sin parangón como avanzadilla de un prototipo de mujer que surgirá en décadas posteriores.

Sirva este breve retrato de “la tía Carmen” como homenaje a ella y a todas las mujeres que han sido pioneras de la lucha para que la mujer ocupe el puesto que le corresponde en la sociedad. 

Teodoro Martín. Alcázar de Venus.

 <<volver a casos y cosas>>