LA
TÍA CARMEN.
Antes
de darme a la tarea de plasmar en el papel una breve semblanza
sobre Carmen Noguerol, “la tía Carmen”, creo necesario hacer una concisa aproximación geográfica
e histórica para situar convenientemente en el lugar y en el
tiempo a personaje tan singular. Después, ineludiblemente, habrá
que descubrirse para escribir sobre “la tía
Carmen”, “la comadre Carmen”, “la abuela Carmen”... que
de distintos modos era conocida, aunque el apelativo más
generalizado fuese el primero de ellos.
Con
mucha frecuencia en conversaciones que sobre los viejos
tiempos he tenido oportunidad de participar como oyente “esponja”
ha salido a colación el nombre de “la tía
Carmen”. Y mientras más conocía de su personalidad, costumbres
y actividades, más interés sentía por profundizar en el
conocimiento de la persona y del personaje. Para ello he recurrido
a las fuentes vivientes que son la mayoría de los hombres y
mujeres de Alcázar que ya han traspasado la magnífica barrera de
los setenta, o están a punto de hacerlo, algunos de ellos
familiares suyos, otros amigos, y todos fervientes admiradores de
su personalidad y de su modo de ser y de hacer.
Sin
más preámbulos paso a hacer partícipe a los visitantes de
nuestra web de aquello que los demás me han hecho partícipe a mí
sobre “la tía
Carmen”.
Nos
situamos en Alcázar, pequeño municipio de la Alpujarra
granadina, en la España profunda de la posguerra, donde, como en
casi todas las zonas de similares características, las
dificultades para llevar a la casa lo necesario para el día a día,
para ir tirando, eran más que patentes en la generalidad de las
familias. El racionamiento, el estraperlo, y la escasez de
trabajo, bienes de cualquier tipo y dinero para adquirirlos eran
tan generalizados que la mayoría de los hombres y mujeres de
aquella época se veían obligados a agudizar su ingenio y
extremar su inteligencia para poder subsistir. Junto a lo
anterior, una sociedad anclada en el pasado en donde cualquier
cambio o transformación era recibido con mil prevenciones, en la
que los roles de cada uno estaban perfectamente delimitados, y en
el que llevar la vida del vecino resultaba ser lo más interesante
para muchas de las personas que formaban dicha colectividad.
Pues
en este contexto aparece la “transgresora” figura de “la tía
Carmen”. Una “Carmen” más.
Enviudó
durante la Guerra Civil. Una embolia acabó con la vida de su
esposo en Motril. Madre de dos hijos ya casados y una buena
caterva de nietos (alguno de los cuales le tiraría, en más de
una ocasión, de la saya pidiendo un trozo de pan de harina blanca
o cualquiera otra cosa de las que la abuela dispusiese en su
despensa), a su regreso a Alcázar tras la contienda, no se
resigna a vivir al amparo de sus hijos y se decide a buscarse la
vida por sus propios medios, para ello monta una taberna en su
casa en la parte del pueblo conocida como el Cerrillo. Sería la
única taberna regentada por una mujer en muchos kilómetros a la
redonda. Con el tiempo, la taberna llegó a convertirse en pensión,
tienda, banco y, sobre todo, refugio del mocerío de la población
que siempre tuvo en “la tía Carmen” al mejor auxilio de sus penurias económicas y a la más
fiel cómplice de aquellas pequeñas fechorías que con tanta
frecuencia llevaban a cabo para matar el rato y consolar sus, casi
siempre, desabastecidos estómagos.
Su
menuda figura vestida de negro,
con el pelo recogido
bajo el pañolón, también negro,
se movía entre los parroquianos habituales de su taberna, y sin
remilgos, ni las inhibiciones
propias de las mujeres de la época era capaz de tratar con ellos
de lo que fuese interesante
para la buena marcha de su negocio. Sus ojos
vivarachos estaban al pendiente de todo lo que precisaba la
clientela, en su totalidad masculina, o la mujer de alguno que
asomaba casi a escondidas para que
le llenase una botellica de vino. Sus nervudas y trabajadas manos
pronto se aprestaban para colocar la garrafa sobre una de las
rodillas y verter el
vino hasta completar la
botella, la mediílla o las limetas que
fuesen necesarias.
Era
la taberna una habitación en la que dos mesas y algunas sillas
conformaban el mobiliario exterior que se completaba con un
improvisado mostrador y un par de tablas, a modo de estanterías,
sobre las que bailaban alguna botella de coñac, aguardiente o anís.
Las garrafas de vino estaban colocadas debajo del mostrador o en la
cocina. Una humilde chimenea daba cobijo a magníficos troncos
que caldeaban el lugar en los días de frío.
Junto
a la habitación que servía de taberna se encontraba otra con dos
camas en la que la pareja de la guardia civil pernoctaba cuando
hacía su ronda por Alcázar y sus cortijos. También lo hicieron
allí algunos de los forasteros que ennoviaron con muchachas de
Alcázar o que venían a
dar el peón, entre estos, algunos de los que trabajaron en la
construcción de la carretera de la Venta, a los que además les
preparaba de comer.
Quizás
los días en los que los civiles dormían en la “pensión” de
“la tía Carmen”,
fuesen los de menos tráfico en la taberna. Aquellos que
gustaban de jugarse los cuartos al Monte, al Julepe o al Jisley no
lo podían hacer, y aquellos otros que más le daban al
“alpiste” y por tanto al “pico”, tampoco estaban muy
dispuestos a compartir barra con los de la benemérita. Por eso y
porque casi siempre se querían enterar de todo, “la tía Carmen”, dentro del buen trato que tenía con toda su
variopinta clientela, solía mirarlos con cierta suspicacia.
Ella
también, en esos días, no hacía alarde de sus liberales
costumbres. Con los forasteros guardaba no pocas distancias, pero
con sus paisanos y conocidos se mostraba tal cual era. Si se
terciaba fumarse un cigarro de churrasca decía tranquilamente,
sin ninguna reserva: «El humillo y el sabor que deja la churrasca
me sirven para aliviar el dolor de muelas». En las frías mañanas
de invierno podía perfectamente acompañar a los primeros
clientes con una que otra copita de anís “del du”, ése que
se pasaba sin tener que carraspear. Tampoco mostraba
inconveniencia si por la tarde en la partida de cartas faltaba
tercio, ocupaba dicho lugar hasta que aparecía por un lado
de la cortina de saco aquél que necesitaban los que estaban
jugando con “la tía
Carmen”. No serían ni uno ni dos los Rentoys que ganara o
perdiera antes de que se completara la partida con jugadores
varones. Si era juego en el que corría el dinero, ella
participaba pero nunca arriesgaba ni una de las perrillas que
tanto trabajo costaba meter en la faltriquera,
les hacía el apaño a los otros, pero eran ellos los que se
jugaban los cuartos.
Por
aquellos años incluso escaseaba la leña por los alrededores del
pueblo y uno de los métodos de cobro que tenía “la tía
Carmen” para con sus clientes morosos era ese: un haz de leña,
dos o los que fuesen
necesarios podían cubrir el vino de una noche de cartas o de
parranda con los amigos. «Gorda y verde, que a mí no me importa,
así dura mucho más», advertía a los que se decidían por ese
camino para saldar su deuda con nuestro personaje. Si el haz de leña
se valoraba en unas tres pesetas y el litro de vino valía diez
reales, aun sacaba rédito de cincuenta céntimos a cada botella
fiada.
El
asunto por el que “la tía
Carmen” hiciera uso de la leña como moneda de cambio no era otro que el hecho de
que esa era una actividad que a ella, por sus años y por sus
otros quehaceres, le estaba casi vedada. Es por eso por lo que
incluso a aquel nietecillo que le pedía el trozo de pan blanco le
hacía que se encaminase hasta el encinar donde el tío Juan
Correa armaba un horno de carbón, para que éste le preparase un
pequeño haz para su abuela. Con ello trataba de enseñar al nieto
siguiendo el precepto bíblico: "Ganarás el pan con el sudor
de tu frente", al tiempo que el pequeño se iba forjando para
enfrentarse a la vida (donde nada te regalan) el día de mañana.
Otra
tarea que “la tía
Carmen” no podía afrontar por sus propios medios era reponer la launa del terrao antes de que llegara el invierno.
Muchos de sus parroquianos, de Alcázar y de los cortijos, que
disponían de caballerías, quedaban uno de los días del final de
octubre y cada uno de ellos le llevaba una carga de launa y se la
esparcían convenientemente en el terrao de su casa. Aquél era un
día de fiesta. Tras acabar con la faena, todos se reunían en
torno a la sartén de “familia” (llamada así porque se
prestaban unas familias a otras en caso de reuniones de muchos)
donde “la tía
Carmen” había preparado unas exquisitas migas aderezadas, entre
otras, con las engañifas que guardaba en las orzas de barro
melado para esa ocasión. Esta comida, más que el pago por la
launa y el trabajo, era motivo de esparcimiento y de simpática
convivencia, y a través de ella se manifestaba la gratitud mutua
entre la “la tía
Carmen” y algunos de sus más fieles.
Serían
los jóvenes los más fervientes clientes de su taberna, no en
vano era su confidente, su compañera y su amiga en casi todas las
ocasiones que las circunstancias lo requerían; sobremanera cuando
se trataba de guisar algún conejo o gallo que se había
“extraviado” del corral de uno de los implicados o de algún
otro vecino. No participaba en el guisoteo ni en su ingesta, pero
les prestaba los utensilios y el lugar y se hacía la despistada. Sabía guardar el secreto, y ni a los padres de los
interfectos ni a la guardia civil cuando la interrogaran sobre tal
o cual suceso, les soltaría prenda, aunque
aún no se hubiese disipado el olor a plumas quemadas de la
cocinilla contigua a la taberna. También eran los que más
escasos estaban del vil metal y por tanto los que le aportaban los
más generosos haces de leña “verde y gruesa”.
No
sólo dejaba fiado lo que los muchachos, o no tan muchachos,
pudieran haberse tomado en la taberna, sino que además hacía las
veces de prestamista. El día de la Virgen de agosto era el señalado
para la devolución de lo prestado. La cantidad más corriente era
la de cien pesetas a un interés del diez por ciento anual, con lo
que el quince de agosto recogía las ciento diez pesetas de
aquellos a los que les había hecho el préstamo. Era moneda
corriente que en esa misma fecha se formalizase un nuevo crédito
por idéntica cantidad con lo que nuestra peculiar banquera
solamente se quedaba con los réditos de la cantidad prestada.
Todos los trámites eran de palabra y no se extendía documento
alguno: entre la “banquera” y sus deudores existía tal
confianza que ni los propios hijos de “la tía Carmen” eran conocedores de las personas que se entrampaban
con ella. «Lo que nadie tiene que saber, lo tendréis que subir
conmigo por el barranquillo los Muertos», cuentan que les dijo en
una ocasión de forma premonitoria, pues con ella se irían todos
los secretos que nada más conocían ella
y los implicados.
Cuando
uno de sus hijos, José, puso otra taberna en el pueblo se sintió
muy ofendida por la inesperada competencia, y no había nada que la sulfurase más que el que
algún parroquiano le dijese que iba a tomarse un vasico a casa de
su hijo. Ella le señalaba al que le había hecho tan desagradable
comentario: «Ése bautiza tanto el vino que es igual que si te
tomas un vaso de la fuente del barranco». La acción de bautizar
el vino estaba tan extendida entre los taberneros de la época que
ni la misma “tía
Carmen” estaba al margen de su práctica, bien está que ella lo
hacía en pequeñas cantidades (un litro de agua a cada arroba) y
porque «el vino es muy fuerte y puede sentarle mal a los hombres
que después tienen que subirse en sus caballerías y se podrían
caer». Lo que hacía, más que sisar, era “una obra de
caridad”.
De
todas las personas de las que he escuchado aspectos relativos a la
vida y costumbres de “la tía Carmen”, no he oído en ningún caso un matiz negativo, cosa
de por sí ya bastante difícil cuando se trata de hablar de los demás.
Ello me lleva al convencimiento de que además de ser, como decía
al principio una “transgresora” de las costumbres dominantes,
tuvo que ser una mujer valiente y adelantada a la mayoría de
las mujeres de su entorno y de su tiempo, tal vez incomprendida,
pero seguro que al mismo tiempo admirada y envidiada por muchas de
ellas. No cabe duda que hacer lo que ella hacía en el lugar y en
las fechas antes mencionadas tiene un mérito comparable al de
aquellas otras mujeres que rompieron con todos los estereotipos y
modelos predefinidos de las épocas que les tocaron vivir.
Si
a lo largo de la historia han existido, bien de leyenda, bien
fruto de la imaginación de su autor, pero seguro que todas
basadas en mujeres de carne y hueso, Cármenes tan señaladas como
la de Merimme, la Cigarrera o de Bizet, la de Ronda..., prototipos
de mujeres apasionadas, defensoras de su independencia, y
poseedoras de una personalidad arrolladora, indomable e
inquebrantable, a ésta, nuestra admirable “tía Carmen”, también podríamos denominarla
como “La Carmen de Alcázar”, que sin las connotaciones
pasionales ni apasionadas de las anteriores, puso de manifiesto su
independencia y una personalidad sin parangón como avanzadilla de
un prototipo de mujer
que surgirá en décadas posteriores.
Sirva
este breve retrato de “la tía
Carmen” como homenaje
a ella y a todas las mujeres que han sido pioneras de la lucha
para que la mujer ocupe el puesto que le corresponde en la
sociedad.
Teodoro
Martín. Alcázar de Venus.
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