Amigo Miguel
Seguro que se ha ido de este mundo del
mismo modo que pasó por él, sin dar un ruido, sin molestar a nadie,
de una forma sencilla y discreta, de la manera en la que vivió toda
su vida.
Llevaba una temporada con achaques más
fuertes que los de costumbre. Desde que tuvo que cargar con la
mochililla que le proporcionaba una brisa fresca a sus pulmones se
dejaba ver más por los alrededores del pueblo. Ya no podía hacer su
recorrido diario hasta el cortijo del Castaño, el lugar en el que él
se encontraba más a sus anchas, lejos del mundanal ruido. Allí,
acompañado de ese silencio que sólo nos da la naturaleza, pasaba las
horas y los días dedicado a cuidar con mimo lo que había sido de sus
padres y que ahora compartía con su sobrino. Cuando no había faena,
se dedicaba a observar aquello que a otros nos pasaría
desapercibido: desde el vuelo del alcaudón en busca de su pieza, al
berrear del macho cabrío que desde lo alto de un cerro velaba por
las monteses que iban en pos del tallo fresco de cualquiera de las
plantas en sazón. Al mismo tiempo, sin prisa pero sin pausa, iría
recogiendo los frutos del olivo, del almendro o de la higuera cuando
llegaba la época de la cosecha.
Me debes una, Miguel. Aunque, en verdad,
yo soy el que se ha quedado en deuda permanente contigo por no
haberte acompañado alguna vez en una de tus caminatas diarias al
Castaño, ¡pero te ibas tan temprano! Cuando saliese el sol tú ya
tenías que estar allá arriba, en los cerros aquellos. Me hubiera
gustado escuchar tus explicaciones a lo largo del camino sobre las
distintas plantas que tendríamos que ir sorteando, o sobre los
animalillos que se dejaran entrever entre las matas o revoloteando
de rama en rama. Y tomarnos un tentempié a la sombra de cualquier
árbol antes de emprender el camino de regreso dejándote a ti allí,
con tus ensoñaciones y tus pensamientos, hasta que el sol hubiese
traspuesto, y bien traspuesto, por los cerros del Bermejo, que era
tu hora para el regreso.
Fueron muchos, hasta su jubilación, los
ratos que echamos juntos en la recogida de los distintos frutos, en
labores de cavocheo de las plantas o en las pequeñas, o no
tan pequeñas, obras de albañilería que se nos ocurrían. A mi hijo y
a mí nos encantaba trabajar con él. Jamás teníamos que esperarlo, él
era el que siempre nos esperaba a nosotros bajo el nogal o en la
orilla del huerto fumándose uno de los muchos Celtas con filtro que
saborearía a lo largo de la jornada. En esos días que trabajaba con
nosotros no era raro que los “viajes” al Castaño fueran dobles, él
no se hallaba si no era subiendo al cortijo antes del amanecer y
viniendo del mismo una vez había anochecido.
Quien estaba junto a él siempre aprendía
algo. Era transparente en sus escasas palabras, a veces ingenioso,
invariablemente prudente. Nunca le oías hablar mal de los demás, sus
opiniones, si es que eran negativas, prefería guardarlas para sí,
como se suele decir: no hablaba por no molestar. Introvertido y al
mismo tiempo espontáneo en el momento que te concedía su confianza.
Mostraba un interés poco común por saber y saber más y más.
Entusiasta de la Aritmética y gran aficionado a la lectura de todo
lo que cayese en sus manos. Su curiosidad por los aspectos más
inverosímiles del porqué de las cosas le llevaba a formular
preguntas que te dejaban atónito, sin saber qué respuesta dar porque
eran temas que nunca te habías planteado o porque, sencillamente, se
escapaban a tus conocimientos. Observador empedernido de la
naturaleza y de todos los seres que la habitan, conocía como pocos
la vida y costumbres de los animales salvajes de la zona. Sin
ambición por lo material, rico en todo porque le bastaba lo que
tenía. Noble hasta el extremo. Su sonrisa cómplice y agradecida es
difícil que se le borre a uno de la memoria. Incapaz de hacerle daño
a nadie ni a nada.
Seguro que donde quiera que esté, estará
echando cuentas o recreándose con alguna lectura al tiempo que, una
vez liberada la fatiga de sus maltrechos pulmones, no dejará de
merodear por los alrededores del luminoso cortijo que debe de ser su
actual morada, donde seguro que está al lado de la gente buena que
ha pasado por este mundo. Desde aquí, te mantendremos en el recuerdo
por siempre, que es la forma que tenemos de hacer inmortal a los que
ya se han ido de nuestro lado.
Gracias, Miguel, por ser nuestro amigo
mientras estuviste entre nosotros.
Teodoro
Martín.
Granada, 19 de
marzo de 2014.
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