Alcázar de Venus: "Entre la Nieve y la Mar"

 

"Capitán, el toro de la Canaleja"

                 En los confines de los cerros que bordean a Alcázar por el oeste, se encuentra lindando con las Cabañuelas, las Alberquillas y terrenos forestales, el cortijo de la Canaleja. No hace mucho tiempo, antes de que las máquinas con sus estruendos y malos olores usurparan el trabajo que llevaban a cabo los animales dirigidos por las diestras manos de sus dueños, Cristóbal Montilla Ortiz, a la sazón propietario del cortijo, poseía un toro con características particulares y especiales del que vamos a recoger en estas breves líneas algunas de sus “hazañas”.

Tenía por nombre “Capitán”. Se había criado entre vacas, hecho que no impidió en ningún caso que sus genes de macho se vieran mermados en modo alguno. No obstante, Cristóbal, su dueño, conseguía de él todo lo que se proponía. Cuando el dueño lo llamaba acudía como el más manso de todos los animales y tranquilamente se dejaba uncir a la camella o ubio junto a una de las vacas del cortijo, y junto a ella trabajaba, para asombro de todos, como buey aquel que nunca dejó de ser toro.

Los muchachos de los cortijos de alrededor intentaban con frecuencia hacer sus pinitos toreros ante “Capitán” y no fueron pocos los que rodaron por los barrancos huyendo de las embestidas del cornúpeta.

Fue terror de muchos de los mozos que iban a ver a sus novias, que solían dar un buen rodeo con el fin de no encontrarse en el camino con el toro, hecho que les haría llegar al encuentro de la muchacha con el aliento casi cortado.

Cuando las vacas estaban en celo, el macho que llevaba dentro afloraba y Cristóbal se las veía y se las deseaba tratando de hacer desistir de sus deseos al animal dominado por los instintos más primarios.

Probablemente, cansado su propietario del diario bregar, del trajín, con el animal y los disgustos que también casi a diario, por unos u otros motivos, tenía con los mozos de los cortijos cercanos, un buen día decidió desprenderse de él. Se encaminó a la feria de Órgiva para venderlo y en el camino, al bajar por la cuesta de Camacho fueron a encontrarse con una gitana que llevaba en el cuadril un hermoso cesto de rojos y sabrosos tomates. El toro, al ver la cesta, arremetió contra la gitana y a pesar de los esfuerzos del amo por evitarlo, gitana y cesto se separaron la una del otro y ambos fueron a rodar por entre las retamas que jalonaban el camino.

Una vez en la feria, el toro se vendió a un buen precio y Cristóbal, conociendo como se las gastaba el bicho, se ofreció a sus nuevos propietarios para ayudar a subirlo al camión en el que sería transportado. Los compradores rechazaron el ofrecimiento y Cristobal se volvió al cortijo con el dinero y, en cierta medida, echando de menos al animal con el que había trabajado y peleado en tantas ocasiones. Mas su nostalgia no duraría mucho tiempo: a los tres días vio aparecer la cornamenta del animal por entre las gayombas que había cerca de la cuadra de las vacas, de nuevo estaba en la Canaleja. Ni los compradores, ni todo el personal que había en la feria fueron capaces de dominar al toro que, guiado por su instinto, volvió a la querencia de los parajes en los que había crecido. Nadie se aproximó por el cortijo para reclamar al animal, parece que no dejó muy buenos recuerdos por el valle del Guadalfeo. Cristóbal hizo negocio redondo, pues volvió a recuperarlo sin tener que invertir un real en su recompra.

Este hecho no hizo que las relaciones entre animal, dueño y adláteres se hicieran más llevaderas. Con el paso del tiempo de nuevo el dueño se decidió a venderlo. En esta ocasión fue en la feria de Cadiar donde tuvo lugar la venta del bovino. No se repitió el suceso de Órgiva. Capitán no volvió a aparecer por la Canaleja. El motivo, bien sencillo: fue muerto a tiros antes de ser llevado al matadero ante la imposibilidad de subirlo a un artefacto con ruedas. El que tantas veces había tirado de un carro jamás se subió en él, sólo lo hizo cuando otros lo tuvieron que subir sin vida pues, mientras tuvo resuello, no hubo humano, aparte de su dueño, amigo y compañero Cristóbal, que fuese capaz de hacerlo “entrar en razón”.

Teodoro Martín.

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