Alcázar de Venus: "Entre la Nieve y la Mar"

 

CRÓNICAS  DE LA MILI

Naturalmente los hechos o anécdotas que se cuentan han ocurrido en la vida real, que bien pudieran sucederle a cualquier lector que tuvo la suerte de ir a la mili. ¡Digo suerte, porque en aquellos tiempos el que no hacia el servicio militar, no era por nada bueno!

         Aunque los personajes son inventados necesariamente en algunos casos y los hechos han tenido lugar en ocasiones distintas, la mili a la que me voy a referir era una mili normal porque todo podía ocurrir en el transcurso en una mili corriente, aunque éstos hechos sucedieron más o menos por los años 1.961-62.

En cualquier caso, el objeto principal no es descubrir nada nuevo del servicio militar, porque ya licenciados…, escuchamos tan disparatadas historias, mitificando lo que nada tiene de mito y dando por ocurrido lo que jamás sucedió.

         Con el propósito de sacar siempre alguna provechosa enseñanza de “Crónicas de la mili”, se han salpicado algunos gestos de humor, porque en la mili no iba a ser todo serio y malo.

 

–Alguien toca a la puerta. Ve y abre –ordena Antonio a uno de sus hijos que se hallaba sentado junto al fuego que ardía en la gran chimenea situada en la parte central y fondo de la cocina del cortijo de las Adelfillas.

Serían las diez de la noche. La familia había terminado de cenar y se disponía a pasar la velada charlando o escuchando la radio de pilas donde solían poner alguna novela o algo de música, o alguna canción flamenca que otra, como era habitual en las largas noches de invierno, cuando el reloj parece que detiene la hora, o que al menos, hace a sus agujas caminar más despacio, tanto que la noche se hace tan larga.

Por eso era frecuente  que alguien con el solo propósito de pasar un rato, llama a la puerta bien para liar un cigarro, bien para charlar de cualquier tema que saliese al paso. ¿Por qué no? Para  echar una partida de cartas muy habitual en aquellos años.

Antonio el hijo mayor de la familia, se dispuso a franquear la entrada, no antes sin preguntar al visitante quién era.

–Soy yo –respondió  el forastero–. No era necesario decir su nombre, pues quien llamaba tenía la seguridad de ser reconocido desde dentro por el solo hecho de emitir su voz–. ¿Se puede? –Preguntó  el forastero antes de entrar en el interior de la vivienda.

–¡Adelante! –autorizó el cabeza de familia, que se hallaba sentado en un sillón de mimbre situado en un rincón a la fogata–. ¡Pasa y siéntate! –agregó Antonio de nuevo.

Los restantes concurrentes a la candela, unieron sus sillas un poco, haciendo así cabida para nuestro visitante que venía de la calle con frío. Porque la noche no era para menos.

–¡Acércate a la candela! –invitó amablemente el cabeza de familia–, que hoy vaya frío que hace.

–Cierto –aseguró el recién llegado–, como no había pasado tanto frío desde que estuve en la mili en el Pirineo.

–¿En el Pirineo hiciste tu la mili, José? –preguntó el dueño de la casa, como si tal circunstancia le sorprendiera.

–Si, allí estuve, o mejor dicho allí me llevaron de recluta, nada menos que en los años del hambre, pues yo soy de la quinta del 48 –señaló José, como si con ello quisiera recordar las escaseces y calamidades de aquella época para la mayoría de los españoles.

–¡Cuente, cuente usted José –interrumpió Antonio, hijo mayor de la familia, que por hallarse próximo su ingreso en el ejército como voluntario, se sintió interesado de una manera muy particular del asunto para ir familiarizándose con la mili.

–Yo serví en Esquiadores de Montaña. –afirmo José mientras sacaba del bolsillo de la chaqueta la petaca y un librillo de papel de liar para ofrece a su vecino Antonio un cigarro–. Toma echa un cigarro –dijo a su vecino a la vez que le daba la petaca y el papel de envolver  el tabaco.

Antonio tomó la petaca y echó sobre la mano la cantidad suficiente y tras quitarle los palotes más grandes, lo puso sobre el papel que previamente había sacado del librillo y en menos que canta un gallo ya tenía dispuesto el pitillo para fumar, después tomo un ascua con las tenazas y prendió fuego al cigarro.

José por su parte  hizo lo propio, con la destreza, maestría y habilidad, que su contertulio que ya le estaba dando las primeras caladas.

Luego continuó diciendo:

–Yo hice la mili en el Pirineo, concretamente en Jaca (Huesca). ¡Quién no fuera quinto otra vez! –Manifestó con cierta añoranza, quizá por aquello de que tiempos pasados fueron mejores–. Me sacaron de “batidor” y ya estaba todo hecho.

–¿De batidor ha dicho usted José? –Interrumpió el hijo mayor de la familia.

–Sí, de batidor –afirmó José.

–¿Pero usted que tenía que batir? –insistió el curioso chaval, que no relacionaba la de batidor con el servicio militar ni con algo que se le pareciera al ejército. El chaval pensó que “batidor” debe ser para batirse el cobre (partiéndose el pecho o la cara por alguna cosa).

–No es exactamente lo que estás pensando –aclaró el comentarista embolsando una sonrisa un tanto burlona, quizá porque comprendía la ignorancia propia de un chaval, que aunque avispado, estaba muy lejos de imaginar aquellos tiempos y lugares, aunque eso sí ansioso porque llegase el día en que poder contar sus propias experiencias, tal vez llevado por lo que había oído decir: que el hombre no se le consideraba hombre hasta que se salía de quintas–. Para distinguirnos de los demás teníamos unos cordones rojos que nos daban un cierto prestigio (en mi vida me había visto más elegante que entonces).

–Se sentiría usted muy orgulloso de que le eligieran entre tantos para un puesto tan relevante, ¿no? –Comentó Antonio.

–Naturalmente –afirmó nuestro hombre–, pues ello significaba que éramos los mejores en instrucción y en disciplina. A mí me gustaba mucho el ejército –añadió José–. Yo no me quedé porque tenía la novia aquí, los amigos, que si uno se quedaba reenganchado y como era hombre de campo…, pero yo de haber sabido un poco de letras…Ya ves, el coronel me dijo que si me quedaba reenganchado me ponía los galones de sargento. Hombre, para ser soldado raso, no hacía falta saber tanto, pero no olvides que ya yo era soldado de primera. Que por algo llevaba un galón en el brazo como una uve boca abajo que me daba derecho de hacer las veces de cabo (por ejemplo de gastadores). Además los soldados de primera no pelan patatas ni barren, ni friegan perolas porque están rebajados de todo eso.

Las horas habían transcurrido inmersas en el relato de José, relato que hacía a los mayores retroceder en el tiempo y a los más jóvenes avanzar en sus ilusiones de sentirse más maduros.

Y es que así como los malos infortunios disminuyen con el tiempo nos alejamos de ellos, los buenos ratos ganan en sabor como los buenos vinos, siempre ganan en solera y pierden su aspereza.

El candil con que se alumbraba aquella buena familia del cortijo de las Adelfillas había consumido su autonomía e iba perdiendo luminosidad, era el aviso de que la jornada estaba tocando a su fin. Jornada que no por prolongada había sido menos distraída e interesante.

–Bueno, otro día os contaré más cosas de la mili –prometió José a los chicos, que con tanta atención le habían escuchado durante toda la velada.

José miró el reloj. Eran las dos menos cuarto de la madrugada y poniéndose de pie comentó:

–Son las tantas de la noche y mañana tenemos que madrugar para ir a las aceitunas. Ahora, a las buenas noches tengan ustedes y hasta mañana.

–¡Buenas noches José! –Respondió toda la familia.

Antonio aquella noche se la pasó casi toda despierto, y cuando por fin concilió el sueño soñó que estaba en un paraíso donde se veían cosas maravillosas.

Él que apenas  había salido del cortijo de las Adelfillas, lo más lejos aparte de Alcázar, Torvizcón, Rubite y como mucho Orgiva. En Granada no había estado nunca jamás en su vida.

 

 

DIA DE LOS QUINTOS

 

En mis tiempos, allá por los años 60 del siglo pasado, que no había discotecas, se organizaban un gran baile con música de cuerda costeados por todos los quintos, al que asistían además de todos los de la quinta sus novias, pretendientas y todos los amigos y familiares para que compartieran con ellos ese día que quedarían marcado en sus corazones. Todos juntos bebían, cantaban y bailaban hasta altas horas de la madrugada.

Las novias renunciaban voluntariamente, o a la fuerza, a las reuniones de sus amigos por aquello de que (según la tradición) tenían que respetar la ausencia del prometido. ¡Ya que él podría echarle en cara su “infidelidad” cuando regresara del ejército y eso no era bueno para ninguno de los dos. porque podría decir el novio aquello de “si te he visto no me acuerdo, sigue tú con tu vida, que yo seguiré con la mía”.

 

LA MILI COMIENZA AQUÍ

 

–¡Presente! –Contesté yo muy desorientado al oír que alguien leía mi nombre y primer apellido.

–No se dice presente, sino que se contesta con el segundo apellido, que no estamos en el colegio –me corrigió un señor que lucia unos galones sobre el uniforme y muy mala uva a juzgar por su mala cara. –¡Somos artilleros!, y en artillería se contesta con el segundo apellido –agregó en tono de corrección y superioridad.

–Sí, señor –le respondí, mientras sentía como me temblaban las piernas  y la garganta se me quedaba sin jugo.

–No se dice “no, señor” ni “si señor” –agregó–. En el ejército se dice “si, mi sargento” o “no, mi sargento”, aquí no hay señores ¿estamos?

–Mal empezamos –pensé, pues ahora ya no sabía distinguir cuando debía decir mi segundo apellido o cuando contestar con lo de “si, mi sargento”. Me encontraba echo un lío de un par de tilines.

En todo este mar de confusiones me andaba yo, mientras aún continuaba con la taleguilla que había traído del cortijo y en su interior contenía unos bocadillos para el camino, junto con una maleta de madera que me hizo para la ocasión Paco el carpintero, vecino de Torvizcón, en la que guardaba unos chorizos, pan de higo, almendras y una botella de aceite, de aquel que se cosechaba en aquellos años en las Adelfillas, más los treinta duros que reuní de los vecinos y familiares cuando me despedí de ellos. Para que no me los quitaran,  los envolví en un pañuelo y le eché dos nudos de marinero. Así me lo habían aconsejado mis primos y paisanos que en otros tiempos pasaron por el mismo trance que yo estaba viviendo ahora.

No obstante, y siempre siguiendo los consejos de mis paisanos, fui al sargento de semana para depositar mi dinerillo, al que más o menos le dije:

–Mi sargento, guárdeme este dinerillo para que no me lo roben.

–¡Oye chaval! –Me dijo en tono represivo–. Aquí nadie roba nada. ¿Te enteras? Las cosas cambian de sitio, pero aquí no hay ladrones. ¿De acuerdo artillero? ¿De acuerdo?

Opte por hacerle otro nudo más y colgármelo al cuello, junto a una medalla de la Patrona de mi pueblo “La Virgen del Rosario”. Al fin y al cabo medalla y dinero sería lo único que podrían remediar mis necesidades.

Recuerdo que nos llevaron al patio. Allí nos esperaba un señor con bigotes y cara de pocos amigos al que el de los galones le llamaba “mi capitán”. Luego resultó que también era mío y de todos los artilleros, porque todos teníamos que decirle “mi capitán”.

Por aquellos días me encontraba disfrutando de un permiso, que me habían dado después de terminar el periodo de instrucción y jura de bandera (por lo general daban unas días de vacaciones). Manuel, en el bar, pedía unas copas y el comentario no tardó en empezar, como era normal.

–¿Qué, Antonio, de permiso, no? ¡Que suerte tenéis1 ¡Vaya mili que  te estás tirando, so granuja, pillín –continuó Manuel–. Aquello era pringar y a mí me tocó el moro, o sea África, en el Sahara. Pues yo crucé el estrecho –se refería al Estrecho de Gibraltar–, para ir a Ceuta que me tocó por mi quinta. Allí aprendí la instrucción pidieron voluntarios para tiradores de Ifni y allí con otros pocos que nos apuntamos a Ifni que, como sabéis, está en medio del desierto del Sahara.

Antonio, el voluntario, intentó en alguna ocasión participar con alguna ocurrencia, pero no fue posible por el “Africano” que, a renglón seguido, continuó diciendo más cosas de las que le habían ocurrido durante el servicio militar.

–A medida que nos terminaban de pelar, un cabo nos iba llevando en grupos de tres o cuatro al almacén de vestuarios donde daban los trajes a medida (ya lo he dicho a medida que llegábamos). Confieso que jamás había tenido yo tanta ropa a estrenar. Con todo el ajuar al brazo, que parecía fuese a poner un barato el sábado en Alcázar, marché para la batería a todo trapo. Allí lo solté todo sobre el suelo y al igual que los demás, empecé a vestirme como Dios me dio a entender. ¡Qué lastima no tener una foto de aquellos momentos! Todas las prendas eran un desastre: las que no te quedaban grandes eran pequeñas, las botas tanto de paseo como la de instrucción eran las dos del mismo pie, y acto seguido empezó el jaleo de prendas, quién tiene el número tal porque yo tengo este otro y en menos que lo estoy contando todos estábamos arreglados y dispuestos a pasar revista.

A primera vista parece imposible que esto pueda ocurrir pero no hay que extrañarse, pues todos los que hemos pasado por este trance sabemos el lío que uno se arma de recluta. Y es precisamente  a partir de este momento cuando cada uno empieza a forjar su propia fisonomía que puede adoptar cualquiera de las modalidades siguientes.

 

UN CARA: Es el tipo que no le importa echarle la culpa a los demás, con tal de salir airoso ante cualquier  eventualidad.

Normalmente lo hace hasta que alguien se la parte, siendo a partir de entonces cuando el mismo elemento aparece con dos.

DOS CARAS: Por eso es que, si se la partieron bien, nos presenta la que más le convenga, según las circunstancias.

TENER MUCHA CARA: Es aquel que en principio ya la tenía, pero como las cosas le han salido bien, en vez de disminuir le ha aumentado, tanto que se le nota a primera vista.

EL CAROTA: Es una variante del anterior pero que en lugar de habérsela partido, como suele ocurrir normalmente, solo se la han “inflamado” en alguna ocasión que otra.

LA CARA DURA: Es cuestión de tiempo y del material del que esté fabricado, porque hay algunos que la tiene de cemento.

CARA DE TONTO: Esta variedad que se puede presentar, con tal de que el interesado se libre del chaparrón  que le espera.

 

Recuerdo la primera mañana que tuve que saltar el potro y el caballo. Mejor hubiera saltado una calera en plena  cocción. Cerré los ojos y… que sea lo que Dios quiera. Me lancé y… no fue lo que Dios quiso, sino lo que yo me busqué.

Por haber cerrado los ojos, no pude ver ni calcular bien dónde puse las manos. Como las apoyé más  allá de donde terminara el famoso monstruo de gimnasia, pues “zarpazo que te crio”. Como pude me levante escupiendo arenilla por la boca y como no había otro remedio, con más miedo que vergüenza por la experiencia que había tenido momentos antes, los testículos podía palpármelos en la garganta, con solo pasar la mano por la nuez. Lo que no acierto a comprender es ¿cómo bajaron tan rápidos? Para estar puntualmente en su puesto en el momento de darme con la parte posterior del aparato gimnástico, en ese segundo intento. El dolorcillo era tan penetrante en el aparato testicular, que pensé haberme roto los cascarones.

–¡Cojones! –Grite sin poderlo evitar, a pesar de la disciplina que suponía decir semejante palabra ante el Capitán que mandaba la gimnasia.

–¡Cojones, ni niños muertos! –Replicó el capitán– ¿Qué ha ocurrido? –Preguntó preocupado–

–Nada mi capitán. Son los míos –me lamenté.

Como sólo tenemos dos, y son para toda la vida, como debe ser, si los llego a perder me tengo que poner dos cebollas. Lo malo de esto de las cebollas, es que a la que se case comigo algún si es que llega, el caso se le iban a saltar las lagrimas al saberlo a la pobre.

 

En una orden verbal es más rápido su cumplimiento y, por lo tanto, no requiere formularios establecidos, pero, sin embargo, está más expuesta a errores de audición y de retención de la misma en la  memoria, como se ha demostrado en muchas ocasiones.

El coronel de un  regimiento, le dice al teniente coronel jefe de instrucción:

–Mañana habrá eclipse de sol, caso que no ocurre todos los días; por tal motivo la tropa en traje de campaña, que lo presencie en el patio y si estuviera nublado, que lo vea desde el gimnasio.

Por su parte el teniente coronel, reuniendo a los capitanes de compañía les dijo:

–Me ha dicho el coronel, que mañana habrá eclipse de sol en el patio, y si estuviera nevando en el gimnasio. Así pues, como esto no ocurre todos los días que lo la tropa forme en traje de campaña para verlo.

El capitán hizo lo propio, y, reuniendo a los oficiales les dice:

–Ha dicho el coronel en traje de campaña, que mañana se eclipsa el sol y si estuviera lloviendo, se eclipsara en el gimnasio, que la tropa forme para verlo, que eso no ocurre a diario.

El teniente a su vez lo comunicó a los sargentos de semana en los términos siguientes:

–Mañana, el coronel en traje de campaña eclipsa al sol en el patio, y si lloviese por caso, lo hará en el gimnasio. Que la tropa esté  dispuesta para verlo que ha dicho que eso no lo hace todos los días.

El sargento, reuniendo a los cabos les dice:

–Mañana el sol eclipsa al coronel en traje de campaña. Si hace buen tiempo, en el patio, y si llueve en el gimnasio y eso es algo que no ocurre todos los días, así que la tropa esté dispuesta para verlo.

Por ultimo el cabo comenta a la tropa:

–Me ha dicho el sargento que mañana el sol en traje de campaña eclipsa al coronel en el patio, y si acaso estuviera lloviendo lo hará en el gimnasio. La tropa que no se lo pierda. ¡Lástima que esto no ocurra todos los días!

Interpretaciones parecidas a éstas las solemos escuchar con frecuencia, dentro de los cuarteles o fuera, de tal modo que cuando alguna cosa pasa por boca de varias personas, no se parece en nada a la que fue primitiva.

¡A saber lo que será de verdad la Historia de España y del mundo, mundial!

Antonio Gómez Rodríguez.

Granada, marzo de 2012

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