Alcázar de Venus: "Entre la Nieve y la Mar"

 

DE BARES (I) 

*Nota previa. Este es el inicio de una serie que no sé muy bien cuántos capítulos pueda tener, el tiempo, mis neuronas y la memoria lo determinarán. Si alguien que lea esto recuerda alguna anécdota o hecho relacionado con lo escrito, o tiene fotografías, le agradecería que me lo hiciese llegar con el único fin de añadirlo y llenar de más contenido y otros puntos de vista lo que trato de reflejar en estos párrafos que ahora comienzo.

Por unos días como estos de la pasada Semana Santa han hecho 35 años desde que por primera vez en mi vida probara el potaje de hinojos, el de bacalao, las tortas de “cuchará”, los buñuelos, la leche frita o el arroz con leche de almendras, por ejemplo. Y es que hace esos años desde que mis pies pisaron por primera vez las calles alcazareñas y la casa de mis suegros y “bisuegros” −por entonces todavía vivía Esteban Gómez, el abuelo de mi mujer−. A lo largo de todo este período de tiempo, que ya son años, he aparecido por Alcázar con más o menos frecuencia, dependiendo de las circunstancias y las situaciones de cada momento, pero con una periodicidad que casi siempre ha ido de los largos periodos de vacaciones como el verano, navidad o semana santa, menos largos en puentes y fines de semanas, hasta visitas esporádicas y breves para ver a la abuela o dar una vuelta con alguna finalidad específica. Es tiempo suficiente para almacenar muchos recuerdos, probablemente más que la mayoría de los alcazareños que se asoman por estas páginas, porque entre otros motivos su edad debe de ser mucho menor de los referidos 35 años míos por estas tierras.

En ocasiones anteriores ya he reflejado en artículos aparecidos en esta sección de “Casos y cosas, personas y personajes”, algunos de esos recuerdos referidos a personas, costumbres, lugares, anécdotas…, sin faltar aquellos en los que he tratado la actualidad del pueblo o los referentes a las fiestas, vocabulario y gastronomía alcazareñas. Hoy me quiero detener, como ya habréis adivinado por el título, en la vida social fuera de las casas y que era frecuente que se desarrollara en el bar −en la taberna se suele decir más en Alcázar−, lugar de reunión para compartir un rato de charla con los amigos acompañados de una cerveza fresquita, de un vasillo de vino del terreno o de cualquier refresco, aliñado o sin aliñar. En la taberna de José Castillo

Es una costumbre que por desgracia poco a poco, debido a la disminución de la población, a la elevada edad de la mayoría de los que quedan, a la dichosa televisión y a la cada vez menor frecuencia con la que los de la diáspora regresan por el pueblo, se ha ido perdiendo y casi estaría a punto de desaparecer si no fuese por el empeño que ponen en ello José Miguel y Pili, los que actualmente regentan el único bar del pueblo, y los pocos amigos que alguna que otra tarde se reúnen allí para echar un rato de cháchara solucionando todos los problemas de este complejo mundo en el que nos movemos en estos tiempos.

Pero no siempre fue así. Desde la época de la taberna de la tía Carmen, que en un tiempo coincidió con la de su hijo José, con el que competía en la taA la puerta de la taberna de Miguel el de Encarna la del Praorea de atraer a los parroquianos a base de ingenio y ganas, pasando por la de Juan Correa, lugar de partidas interminables y de frecuentes altercados que acababan con el dueño bajo una mesa rogando por el bienestar del mobiliario, la de Manolillo “el de la Primitiva”, situada en casa de su suegra, la tía Mercedes, la de Manolo “el de Alfornón”, ubicada durante un tiempo en la llamada casa del Cura, donde hoy viven Emilio y Anita, y  en otro enfrente de la tienda de Paco “el Recovero”, o la Miguel el marido de Amadora “la del Prao” cerca de la Fuente, hasta llegar  a la de Agustín en la plaza de la iglesia y la de Consuelo en la entrada del pueblo, que son las que mejor conozco y a las que me quiero referir, han pasado muchos años y muchas anécdotas que merecerían ser recordadas con el cariño y la sonrisa que cada una de ellas seguro que traería a aquellos que las vivieron o que oyeron hablar de ellas.

Siempre fueron las tabernas lugar de reunión en el que se daban cita los amigos para, además de lo antes dicho, juntarse en torno a una mesa con unos naipes sobre ella o las sonoras fichas del dominó girando sin cesar bajo las manos del que las movía mientras los otros participantes se mantenían a la expectativa para recoger las siete que a cada uno correspondía.

Recuerdo las primeras veces que, con algo de timidez, me asomaba al bar de la Plaza a tomar una cerveza. Allí estaba Agustín detrás del mostrador deseando de servir a los clientes aquello que más le apeteciera: el vasillo de vino, al “comandante”, el quinto de cerveza, acompañados de unos “arcagüéis”, o garbanzos tostados,  el refresco, el café, la manzanilla o el cubata si entre los congregados se encontraba personal juvenil. El día que aparecía Encarna trayendo de la cocina un buen plato de patatas fritas o de pimientos, a los parroquianos se nos alegraba el semblante y se solía repetir la consumición con tal de saborear la exquisitez de tan modestos manjares, pero a los que Encarna les daba un punto más que especial.

Parecía mentira, pero era verdad. En la época de invierno, en aquel espacio tan reducido, apenas doce metros cuadrados, tenían cabida, más allá del mostrador, tres mesas, una de ellas de las de camilla, en las que a un mismo tiempo se podían estar echando una partida de julepe, otra de rentoy y otra de dominó, mientras que en la barra otros cuantos parroquianos se tomaban sus correspondientes sorbos departiendo con Agustín, sin que éste perdiera ojo El bar de Agustín, junto a la iglesiade las mesas por si lo necesitaban para algo. Si era día de fiesta no era raro que el pasillo de entrada también estuviese ocupado por los que dentro no tenían cabida e incluso en la puerta se quedaban esos otros a los que los espacios cerrados les agobiaban. En esos días, junto a los parroquianos habituales, nos solíamos unir los que asomábamos por el pueblo los fines de semana y en las ocasiones más señaladas y los pretendientes de  las mozas del pueblo, que no eran pocas por aquellas fechas, algunos de los cuales eran de los cortijos de alrededor o forasteros que venían a visitarlas desde la Contraviesa, desde la playa o desde los pueblos cercanos.

A pesar de toda esa marabunta era raro que a Agustín se le escapase el cobro no ya de una consumición de los reunidos, sino el de un simple vasillo de vino. Tenía una habilidad especial para llevar el negocio sin que nunca la “banca” perdiese. Normalmente no solía echar mano del lápiz para apuntar lo que cada individuo o grupo iba tomando, como tampoco para ajustar las cuentas, sólo si éstas eran abundantes podía usar del elemento de escribir para sumar las pesetas que debiera de abonar el cliente. En la mayoría de las ocasiones, tras echar una mirada al techo −parecía que allí tenía su particular calculadora− le iba diciendo a cada uno lo que debía de pagar por lo consumido. Posteriormente, Antonio Sánchez “el de la Consuelo”, pareció llevarse junto al traspaso del negocio la habilidad y el método de Agustín para ajustar las cuentas mirando al techo.

El bar, además de ser el punto de reunión, era el lugar más apropiado para junto a los amigos echarse una partida de cartas o de dominó. Los naipes tenían dos variantes principales: el rentoy, en el que se jugaba la “convidá”, y otros en los que entraban en juego las pocas o muchas pesetas de las que cada uno disponía o estaba dispuesto a jugarse. Dentro de esta categoría había tres juegos fundamentalmente: el julepe, en el que la cantidad que se jugaba solía ser modesta, el monte en el que cada jugador apostaba lo que creía conveniente contra la banca, que podía ir de una cantidad simbólica a algo mucho más fuerte, y el jisley en el que, dependiendo de los que se ponían en la mesa, el juego se podía desarrollar dentro de lo que pudiéramos decir unos márgenes razonables, o los envites podían hacer temblar al más perspicaz de los jugadores.

Los muchachos preferían echarse un Rentoy, un juego de equipo. Entonces el “Tuerto”, la “Andorra”, el “Pablo”, la “Malilla” y demás cartas con nombre propio, salían a pasear y ayudaban a ganar o perder el envite, el revite o la pata del rentoy, y donde los garbanzos, habichuelas o chinos iban y venían del centro de la mesa a la pila de cada equipo, mientras el director de juego decidía cuando envidar, cuando tirar las cartas o cuando frincarse. Tardé mucho, muchísimo tiempo en entender el juego del Rentoy, pues siempre trataba de aprenderlo desde fuera y es el Rentoy un juego que si no lo practicas, creo que nunca lo puedes comprender bien. Como en todos los juegos, estaban los jugadores que se tomaban el asunto en serio, eran los que más sufrían, y aquellos otros para los que el juego era un motivo de distracción cuando no de diversión total y poco les importaba ir de farol en farol y “echar a rodar una pata” por el simple hecho de encabezonarse con su primera decisión, que eran los que mejor se lo pasaban, aunque a veces hicieran sufrir a sus compañeros más de la cuenta.

Agustín desde la barra no quitaba ojo a los de la partida y después de cada jugada solía dar su opinión sobre el desarrollo de la misma, al tiempo que animaba a los jugadores a ir consumiendo, pues si no era así no iba a ganar ni para pipas, y menos para comprar una nueva baraja con la que sustituir a la que estaban usando en la que ya muchos conocían cuál era la “malilla” y cuál el “tuerto” a la hora de repartir...

 …Continuará

Teodoro Martín. Granada, abril de 2012

*Nota final. Espero sugerencias y aportaciones

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