"HERMANO
CEREZO"
(En
recuerdo de don Manuel)
En su segunda etapa en Alcázar de Venus el sacerdote Manuel Vílchez
Terrón, “don Manuel”, aparecía de vez en cuando por el pueblo y se
acercaba a visitar a aquellas personas que estaban más solas. En una
ocasión me lo encontré en La Canal y estuvimos hablando un ratillo
sobre su trabajo en esta época y sobre aquella primera etapa en la
que estando a cargo de la parroquia de Rubite, asistía a la
feligresía de nuestro pueblo. Estaba ya algo desmemoriado y no
recordaba bien algunos hechos de aquellos tiempos pero, no obstante,
los sábados venía a decir la misa y, entre semana, aprovechaba
alguna combinación para acercarse al pueblo y realizar su labor
pastoral. Me llevó a la sacristía de la iglesia y allí, sobre la
vetusta mesa donde tenía colocadas las vestiduras para la liturgia,
me dedicó su libro: “Hermano cerezo”.
Ya el título que escogió para su libro autobiográfico,
con incursiones en el estilo epistolar y poético, nos puede dar una
idea de la personalidad del sacerdote que en tantas ocasiones
asistiera a nuestra iglesia para decir la misa a los pocos
feligreses que se solían dar cita alrededor del altar. A él no le
importaba si éramos muchos o pocos, él independientemente del número
de personas que se congregaran en la iglesia allí estaba cada sábado
tanto si hacía buen tiempo como si este era desapacible por el
exceso de calor, la lluvia, el viento o el frío.
Hacía el camino de Rubite a Alcázar andando. El de
vuelta casi siempre también lo hacía de igual modo, estaba
acostumbrado a caminar por los montes. A veces alguien del pueblo lo
subía con su coche hasta la loma de Rubite (no permitía ir más allá
de ese punto al que lo llevaba) y proseguía su camino a pie por las
veredas y trochas que lo llevaban al pueblo vecino.
Desde un principio nos llamó la atención su forma de
decir la misa. Bajó la mesa que hacía las veces de altar del
presbiterio y la colocó delante de los primeros bancos, previamente
los había colocado en semicírculo para que todos nos sintiéramos más
próximos. Acercó a Dios al pueblo, en vez de alejarlo del mismo. Nos
hablaba con palabras cercanas, lejos de toda grandilocuencia, con
las que nos transmitía su manera de entender la religión, la palabra
de Dios, que era la más parecida a la que se reflejaba en los
evangelios. Era la forma en la que Cristo nos la había enseñado a
todos: el amor a los demás. “Ama a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a ti mismo”. Y el prójimo (como dice el evangelio) era
el buen samaritano, el que ayudó al malherido que se encontró en el
camino.
Y eso hacía don Manuel. Cada sábado iba acompañado por
alguno de los muchachos a los que atendía en su refugio de la sierra
tratando de ayudarles para que dejaran esa terrible lacra que por
aquellos años asolaba a la juventud: la droga. Recuerdo la tristeza
con la que nos comentó que uno de ellos, quizá el que con más
asiduidad lo acompañaba, un fin de semana se fue a la capital y,
aunque parecía que estaba a punto de decirle adiós al enemigo, cayó
de nuevo en la trampa y había amanecido muerto por una sobredosis.
Estaba triste pero era fuerte y un tropiezo no era óbice
para que continuase con su labor con la misma perseverancia y fe o,
incluso, con mucha más que lo había hecho hasta ese momento. En la
sierra de Dúrcal, en la falda de Sierra Nevada, allí siguió
atendiendo a todo el que necesitó de su ayuda hasta que sus propias
fuerzas lo abandonaron.
El título de su libro nos acerca a su modo de vida tan
próximo a San Francisco: hermano lobo, hermano sol, hermana luna,
hermana tierra, hermano fuego, hermana agua… Toda la naturaleza,
toda la creación y el hombre como cúspide de la misma, estaban
presentes en su actuar del día a día. Era su entrega a los demás lo
más característico de su personalidad.
Leer el libro de don Manuel supone entrar en el alma de
un hombre bueno y aprender de su ejemplo. Si sus palabras eran
sabias, y sencillas al mismo tiempo, su modo de vida ha sido un
ejemplo para todos aquellos que lo hemos conocido.
En uno de los pasajes de “Hermano cerezo”, concretamente en el que
lleva por título “Sintonía de dos espejos”, hace una reflexión de
cómo el recuerdo que su madre le transmitió sobre la honradez, el
trabajo y la educación del padre que no conoció, junto con su propia
imagen degradada en las primeras Navidades fuera de su hogar hacen
que cambie para siempre el rumbo de su vida, que desde entonces
tendría como único fin la entrega y el servicio a los demás. Poco
antes de acabar este pasaje escribe: «Mis padres desde el Cielo
no dudaron en ayudarme a que se produjese este cambio en mi vida. Y
dije: ¡Gracias! Nos veremos allí arriba algún día. Así lo espero».
Seguramente su deseo se habrá hecho realidad cuando el
pasado día 25 emprendió el viaje definitivo, el que lo habrá
conducido al encuentro del Padre junto al de sus padres que lo
estarían esperando.
Gracias, don Manuel por todo lo que dejaste entre nosotros.
27 de noviembre de 2020.
Teodoro Martín de Molina.
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