Las
Caleras.
Sus ochenta y cuatro años se carcajean de, y con, los compañeros de partida de dominó mientras saborea una espantosa cerveza sin alcohol.
“No, no, si yo no me voy de aquí sin mi parte”, nos comenta jocoso en referencia a todo el alcohol que a través del vino o del aguardiente había tomado hasta que, llegado el tiempo apropiado, dejó de hacerlo. Cada vez que puede, durante el verano, gusta de estar unos días en el pueblo y echar un rato, siempre agradable, con la familia y los amigos.
Antes de emigrar a Barcelona, como tantos otros, había realizado todo tipo de actividades en su pueblo natal, Alfornón, y en el de adopción, Alcázar de Venus, desde guardar una pequeña punta de ganado, a guarda del esparto o regentar una de las últimas tabernas del pueblo antes del gran éxodo, cuando en Alcázar había donde elegir para ir a tomarse un vasillo.
De todos sus trabajos el que más recuerda es el de las caleras. ¡Cómo para olvidarlo! Aún se aprecian las cicatrices que el paso de los años casi ha conseguido ocultar entre la arrugas de su venerable rostro. “Cuando el barreno estalló, fue como si yo explotara por dentro”. Estaba junto a otro compañero de ocasión cargando uno de los barrenos para romper el tajo de piedra caliza que iban a utilizar en la calera que estaban armando; algún roce debió encender la chispa que hizo explosionar la mezcla de clorato, azufre, azúcar blanca y carbón de sarmiento molido, mientras lo estaba atascando en el agujero que habían abierto en la roca con la barrena y el mazo.
La preparación de la mezcla explosiva se llevaba a cabo con sumo cuidado: primero se ligaba todo en el suelo, se majaba con una maza y se cernía en el cedazo, ya estaba lista la mezcla par colocarla en el agujero. Había que procurar atascarla poco a poco, evitando que se calentara, con un palo o una caña. Hasta la mitad del agujero se colocaba la pólvora o la mezcla cuando se carecía de aquella; después se colocaba esparto, lastón o brozas, y encima de éstas, tierra. La mecha o cefre se había colocado al final del mixto o detonador (la mezcla de clorato no precisaba de detonador) y se colocaba al terminar la pólvora o la mezcla.
Tanto él como su compañero fueron despedidos varias decenas de metros del lugar de la explosión, él con todo el rostro ensangrentado y agujereado con cientos de heridas producidas por las esquirlas de la piedra que actuaron como metralla de granada, con el labio y uno de los carrillos rajados, “tenía que sujetarme la lengua para que no se saliese”, que dejaban ver todo el interior de su boca, y con diversas heridas y magulladuras en brazos y tórax, el compañero sin un rasguño pero con la visión perdida, uno de los ojos nunca lo recuperó.
Los que acudieron a socorrerlos los acercaron a la Haza del Lino. Avisaron a la mujer de Manuel, que con su marido envuelto en sábanas emprendió el camino hacia Granada en la caja de un camión que iba cargado de seras de carbón: “No se muere uno hasta que no le llega la hora”. En el hospital de San Juan de Dios pasó varios meses de convalecencia hasta que regresó a Alfornón tras pedir el alta voluntaria, “sin ganar un duro, ¡cómo íbamos a vivir la Encarna y yo, chiquillo!”.
No lo amilanó el suceso y siguió armando caleras. Con la misma fe de siempre volvió a cortar la leña en el monte para arrimarla a la calera, pateó los cerros de Bargís en busca de la caliza de mejor calidad, usó el barrón o la palanca para desprender las piedras, el mayo o porra para partirlas y hacerlas manejeras, las fue colocando de menor a mayor tamaño en el cubo de, aproximadamente, dos metros cúbicos en el que se irían abovedando a partir del poyete hasta llegar a la llave, la última piedra que hacía que la bóveda de piedra caliza se mantuviese intacta como la cúpula de cualquier iglesia, después prendería el fuego y lo iría alimentando sabiamente para que la calera no se embrasase y la cal se quedara cruda, cuidaría que la cocción fuese, como debía de ser, de arriba abajo, miraría al cielo para que fuese clemente con ellos y no les enviase una copiosa lluvia, volvería a ir de pueblo en pueblo vendiendo la cal para el blanqueo o para la obra.
Como casi todos los calereros, cometería sus pequeñas pillerías, y en alguna ocasión vendería cal poco hecha y tendría que darle prisa al chófer para que no se entretuviese por nada del mundo so pena de caer en manos de las airadas amas de casa que habrían descubierto el engaño; o no entretenerse con el miserable al que le pesaron alguna sera de cal dos y tres veces, “tanto se quería mirar en cada uno de los pesos que no hubo más remedio que hacerlo escarmentar”; lo que cargaban por un lado del camión, lo descargaban por el otro y lo volvían a pesar. “¿Y no se acaba la carga?”, preguntaba el comprador que fue a por lana y saldría trasquilado.
Pagaría todo lo que habían retirado fiado de la tienda desde el momento en el que se comenzaba a preparar la calera, “si la calera salía cruda, lo tenía crudo el tendero”. ¡Tanto trabajo de todos para un rendimiento tan en el aire!
El próximo verano volverá y nos contará otros chascarrillos, o quizás los mismos, pero da igual; y hará que nos sintamos a gusto con su compañía y sus vivencias.
Teodoro Martín. Alcázar de
Venus.
Nota del autor. El texto anterior ha sido posible escribirlo gracias al testimonio del propio Manuel y a la prodigiosa memoria de su primo Antonio Castilla.