Dolor y fantasía en la vida de Santiago Escudero
“Yo tengo
delicadeza
De honrado y trabajador,
Yo nunca busco riqueza
Donde no se cae el sudor
Del jugo de mi cabeza.”
Este trovo de mi amigo Antonio Funes, le viene que ni
pintado al personaje a quien me quiero referir, por su contenido y
por el simple hecho de ser un trovo, forma poética enraizada en la
Alpujarra y de la que Santiago Escudero era un gran admirador y,
según tengo escuchado, también amigo de componer los suyos propios
aunque no los dejara por escrito, pues ya se sabe que el trovo es,
fundamentalmente, un arte de lenguaje oral y espontáneo.
Cuando el tórrido calor del mediodía de cualquier agosto
caía inmisericorde sobre Alcázar, la mayoría de los que pasábamos
las vacaciones en el pueblo nos encontrábamos en la plaza, bien
jugando una partida de dominó o de julepe o, simplemente, tomando
una cerveza fresquita a la sombra de las acacias y dejando pasar el
tiempo sin hacer nada que pudiese molestar a nuestro relajado
cuerpo.
Era entonces cuando veíamos bajar, junto a los álamos
que delimitaban las dos hazas de maíz que cultivaba su yerno, a
Santiago. Paso titubeante, fruto de las heridas en una de sus
piernas que le produjo la explosión del polvorín de El Fargue, se
acercaba hasta llegar al poyo donde descansar un rato. En el brazo
que aún tenía fuerza portaba el cubo que había estado utilizando
para recoger los higos y llevarlos al pasero, en el otro brazo,
también maltrecho en el mismo episodio, llevaba el pequeño garabato
que usaba para alcanzar los más alejados del suelo. Debajo del
sombrero un pañuelo sobre la cabeza, que le caía por el cuello ―al
estilo de los legionarios franceses en el desierto africano―, le
servía para absorber el sudor producido por el trabajo de la mañana.
Si era invierno la escena se repetía, sólo que los que
veíamos llegar a Santiago estábamos en la taberna de Agustín al amor
del brasero de ascuas que Encarna había preparado, y Santiago en vez
de haber estado dando repaso a las higueras lo había hecho con los
olivos. Además, evidentemente, el calor del verano lo sustituimos
por los hielos de las mañanas de diciembre.
Los que siempre fuimos ávidos de conocer historias que
se salían de lo común prestábamos atención a las que nos contaba
Santiago que poco o nada tenían que ver con las que escuchábamos en
boca de otros. El mulero que poseía una yunta capaz de dar dos
obradas en un solo día, para Santiago era un personaje tal que no
necesitaba usar el látigo con sus animales, ni tan siquiera
hablarles como era lo usual, para él ese mulero dominaba a los
animales con la mente y según iba pensando así iban actuando los
mulos. Esta historia sería una rememoración del milagro de san
Isidro Labrador cuando éste se echaba a dormir mientras las vacas
araban la tierra sin su dirección.
La misma historia de sus heridas a causa de la explosión
del polvorín durante la guerra civil, la convertía Santiago en un
hecho extraordinario en el que la onda explosiva lo había lanzado,
tras la deflagración, desde El Fargue hasta cerca de la vega de
Santa Fe, de donde fue recogido en estado cataléptico por unos
soldados que lo transportaron al hospital de Granada. Allí estuvo
ingresado hasta el final de la contienda cuando, aún convaleciente,
pudo regresar junto a los suyos.
Detrás de este hombre, que quizá pasara desapercibido
para muchos de sus paisanos coetáneos, se encuentra una historia
que, lejos de las fantasías de las que tan amigo era él, merece ser
recordada como una vida de sacrificios y sufrimientos que sólo la
fortaleza espiritual, el trabajo y, por qué no, también esa su
imaginación exuberante, hicieron que transcurriera en una época nada
sencilla de un modo casi placentero para él y para los que vivieron
a su alrededor, a pesar del dolor, a veces rozando la tragedia, que
le acompañó en muchos momentos de su vida.
De los recuerdos de aquellos que vivieron junto a él −su
yerno y sus nietas, esencialmente−, tomamos nota para tratar de
pergeñar esta breve semblanza con la que pretendemos no dejar en el
olvido a aquellos que fueron, si no historia, sí personajes
singulares del día a día de nuestro pueblo.
Dos matrimonios (quizá tres). Otras tantas veces viudo.
Un hijo varón muerto a muy corta edad. Dos hijas de su primera
esposa. Dos yernos viudos. Y cuatro nietas que llenaron tantas y
tantas ausencias en el decurso de su vida desde su Albondón natal
hasta Alcázar, su pueblo de adopción, podría ser la síntesis de esta
historia.
Nació Santiago Escudero en el cortijo la Caldera de Albondón, allá
por los albores del siglo XX (1906) en el seno de una acomodada y
numerosísima familia de agricultores (12 hermanos). Allí pasaría su
infancia y juventud dedicado a las tareas propias del trabajo del
campo y asistiendo a la escuela donde adquiriría los conocimientos
básicos de la cultura de la época. Ya de niño debió ser asiduo
asistente a las reuniones de mayores en las que se contaban
historias, se bailaba y se decían trovos. De estas reuniones y de
sus conversaciones con los peones con los que trabajaba iría
aprendiendo otros aspectos relativos a la cultura popular, al
trabajo y a la vida en general, que dejarían su poso en el joven
Santiago que después bien sabría utilizar a lo largo de su vida.
El obligatorio periodo del servicio militar lo tuvo que
llevar a cabo en el norte de África. Del mismo refería, en algunas
ocasiones, que fue una época en la que las novias las contaba por
decenas y en el que llegó a casarse por el rito cristiano y musulmán
con la bellísima hija de un jefe árabe, la cual moriría al dar a luz
al que podía haber sido su primer hijo que murió junto a la madre.
El modo en el que Santiago relataba lo referente a esta etapa de su
vida, las variaciones que introducía en la narración de una a otra
vez y su afición −como ya hemos dicho antes− a fantasear nos hace
que pongamos entre interrogaciones lo narrado, pues no poseemos
testimonios fehacientes ni documentos que así lo acrediten, sólo lo
que él contaba. Ésta sería la primera desgracia (no sabemos muy bien
si real o virtual) en la vida de nuestro personaje.
Cuando regresó del servicio militar, amén de continuar
en las tareas propias del cortijo de su padre, aprovecharía todas
las oportunidades posibles para asistir a los bailes que se diesen
por la zona. Se consideraba un hombre atractivo (gran autoestima la
suya en ese sentido) y dotado de una capacidad proverbial para
conversar, mucho más si era con las integrantes del género femenino.
Las mujeres le gustaban al perder, mas siempre quiso y supo
respetarlas. En esas largas noches de verano al son de los
instrumentos musicales se deslizarían algunos trovos como estos que
nos refiere su yerno, Vicente Gómez, en los que se denota el pique
propio de los mozos con ocasión de estar en presencia de las
muchachas.
En ellos se recoge en breves versos el reto o la
provocación y la respuesta, esta última siempre marcada por la
viveza, dominio del vocabulario y capacidad de improvisación propias
de los que saben hacer cavilar su mente en pocos segundos.
“Tovador que tanto trova
Y tira de trovador
Dime cuántos granos tiene
Fanega y media de arroz”
“Si quieres que te lo diga
Ven acá y te lo diré,
Tantos granos como tenga
Tantos palos te daré”.
En otra ocasión alguien le lanzó este otro trovo:
“Me han dicho que eres devoto
De San Vicente Ferrer
Como mis uñas te agarren
El santo no te va a valer”
Ésta sería su respuesta:
“Tú no sabes con quien hablas
Hombre necio y bravucón,
Acércate adonde estoy
Y verás mi devoción”
Es probable que el trovo continuara por más tiempo hasta
que alguien lo cortara y el retador y el retado se tomaran un vasico
en buena armonía.
Combates dialécticos incruentos como estos, que quizá
algunas veces llegaran a extremos no deseados, y la prodigiosa labia
de Santiago, además de otros encantos de los que él solía hacer
gala, serían los que enamorarían a Carmen, a la que debió conocer en
uno de esos bailes en los cortijos de la Contraviesa o de la rambla
de Torvizcón. Ella se convertiría en su primera esposa
auténticamente real.
Tras contraer matrimonio se trasladó junto a su mujer al
cortijo del Viz de Enmedio, del que ella poseía una de las partes.
Como sabemos este cortijo se encuentra en el término municipal de
Alcázar y por tanto es el momento en el que Santiago recala en
nuestras tierras.
Eran tiempos difíciles, de cambios políticos en nuestro
país. La instauración de la República debió de coincidir con la
muerte de Juan, el primero de sus hijos, al que se llevó con tan
solo cuatro años lo que por entonces se conocía como un ataque de
fiebre, probablemente meningitis. La perra que siempre lo acompañaba
se lo adelantó con sus aullidos premonitorios, ya sabemos que los
animales son capaces de predecir lo que va a suceder con cierta
antelación, y así ocurrió en aquella ocasión, lo cual le causó tanta
impresión a Santiago que desde entonces siempre que oía el aullido
de un perro a su mente volvía aquel día. Por eso sentía cierto
nerviosismo ante el aullido de los perros, malos augurios eran lo
único que traían, según él. Nunca Santiago olvidó al que fuese su
primogénito y el único hijo varón que tuvo.
Al hablar del hijo perdido se refería a él como un niño
gordito y sonrosado, una especie de angelito de los que pintara
Murillo a los pies de sus vírgenes.
El hecho de que la muerte del hijo y el advenimiento de
la II República coincidieran en el tiempo debió de influir en el
poco afecto que Santiago tuvo por el nuevo régimen. Cuando comenzó
la guerra civil –golpe de estado para unos, glorioso alzamiento para
otros entre los que se encontraba Santiago− ayudado por algún enlace
(quizás su propio hermano Luis) se pasó a la zona nacional dejando
en el cortijo a su mujer con una niña, de igual nombre que la madre,
y a punto de dar a luz a Encarna, su segunda hija.
Corrían los últimos días del mes de agosto del 36 cuando
Carmen, casi recién parida, tuvo que aventar la parva de trigo que
llevaba demasiado tiempo en la era. Después del esfuerzo, siempre
duro y cuánto más para una mujer en solitario y en sus
circunstancias, se retiró al cortijo y a la mañana siguiente se
encontró con la desagradable sorpresa de que unos milicianos, parece
ser que de un pueblo cercano, se habían llevado todo el trigo de la
era dejando sólo la paja. No se sabe muy bien por qué, si sería por
la irritación, por el brutal trabajo del día anterior o cualquier
otro motivo, lo cierto es que a la edad de veintiséis años Carmen
dejó viudo a Santiago que, ajeno a todo aquello, realizaba su labor
militar en el polvorín o la fábrica de pólvora de El Fargue, en las
cercanías de Granada. A la mañana siguiente la encontraron en la
cama con la más pequeña de las niñas enganchada a uno de sus pechos
tratando de succionar la leche que la madre muerta ya no le podía
proporcionar. Las dos niñas fueron recogidas por los familiares de
Santiago que se las llevaron a Albondón.
El 26 fue un número nefasto en la vida de Santiago. Su
primera esposa, como hemos dicho, murió a esa edad, sus dos hijas
también morirían con los mismos años. Sería un trauma que, en cierta
medida, incluso marcaría a las nietas hasta que no traspasaron esa
barrera.
Acabada la guerra, Santiago sale del hospital y regresa
al Viz donde conoce la muerte de su mujer y que las niñas estaban en
Albondón con sus familiares. Pronto se encamina en su busca y al
llegar a su casa se las encuentra en un lamentable estado de
desatención. Vuelve a Alcázar y con parte de lo que su padre le
había repartido a todos los hijos compra a doña Araceli la casa en
la que ella había vivido y el molino de aceite que poseía junto a la
fuente del barranco. Regresa a su pueblo natal donde contrata a una
moza para que cuide de las niñas y con ellas se viene para Alcázar
de nuevo. No pudiendo ocupar la vivienda, pues estaba arrendada como
local para la escuela, vive en la parte superior del molino con las
hijas y la moza que las cuidará hasta que ellas son capaces de
gobernar la casa.
Debido a su discapacidad tenía graves dificultades para
realizar cualquier tipo de trabajo, pero se las apañaba para no
dejar de hacerlo en todo momento. No fueron pocas las ocasiones en
las que el afán por trabajar le hacía olvidarse incluso de comer.
Para él el lema benedictino de “Ora et labora” se
transformaba en “Labora et labora”. Todas las tareas las
debía realizar de rodillas o sentado en el suelo; así recogía los
higos, la aceituna, la almendra, mancajaba las hortalizas o cavaba
las plantas. En el molino de aceite, que era de tracción animal,
cuando veía que el mulo ya estaba agotado, él se uncía a su lado y
empujaba con el hombro bueno para mitigar en lo posible el esfuerzo
del animal. Todas estas labores, siempre sacrificadas, las solía
salpicar con anécdotas, chascarrillos, trovos e historias que
contaba sin cesar a los que lo acompañaban.
Creaba sobre la marcha, como buen trovero y cuenta
cuentos que era. Las historias breves en los trovos o más largas en
los cuentos eran fruto de su fantasía y de sus capacidades
creativas, para ser un hombre del campo y sin estudios tenía una
forma de expresarse exquisita y un vocabulario poco común. Su
facilidad para inventar era asombrosa. En alguna ocasión, quizá con
más frecuencia de la que podamos imaginar, sus historias llegaron a
lo que los ingleses conocen como “tall stories” que no son
otra cosa que los cuentos exagerados a los que son tan aficionados
algunos cazadores.
Una de éstas me la relató recientemente Francisco
Alonso, hijo de Frasco “el del Faz”, al que le gustaba echar una
mano a Santiago cuando estaba en todo su golfo la molturación de la
aceituna y que se encantaba oyéndolo. Dice así:
“Existía en un cortijo una aulaga de tal tamaño que
un perro de caza tardaba más de tres horas y media en darle la
vuelta tratando de alcanzar a una liebre. Cuando se decidieron a
quitarla, roturaron el espacio que ocupaba y el primer año sembraron
garbanzos que salieron tan grandes que había que trocearlos para
echarlos en la olla. Después sembraron una viña en la que a los dos
años había cepas que daban hasta catorce cargas de uva”.
Sin duda que tales invenciones harían más llevadero el
trabajo del que las narraba y de los que las oían.
Las niñas se hicieron mayores y empezaron a tener las
inquietudes propias de la edad. Carmen, la mayor, más aficionada a
labores como la costura y el bordado en el que era una auténtica
experta. La pequeña, Encarna, pronto se enamoró de Vicente, y además
de atender las tareas domésticas siempre encontraba tiempo para
“arreglarse para su Vicente”. Así que no pudo esperar más y la menor
fue la primera en casarse. Sin contar con la bendición paterna, que
creía que era demasiado joven –y en realidad lo era, diecisiete
años−, contrajeron matrimonio y en un primer momento se fueron a
vivir con los padres de Vicente en las Adelfillas.
Cuando se construyeron las escuelas en Alcázar, Santiago
pudo hacer uso de su vivienda, así que se trasladaron él y la hija
mayor a una parte de la casa y en la otra vivieron Encarna y Vicente
que ya contaban con sus dos primeras hijas, después nacerían las
mellizas. Poco después, Carmen se enamoró de un joven de Torvizcón y
también se casó. Santiago al que, como ya hemos dicho, le encantaban
las mujeres, no miró a ninguna hasta ese momento. Esperó a que sus
hijas estuviesen casadas antes de él intentar rehacer su vida junto
a otra mujer, y esa fue “Doña Mary”.
Mary, “Doña Mary”, para las gentes del pueblo, o “Tía
Mary”, como la llamaban las nietas de Santiago, era una mujer
bastante menor que él a la que debería de conocer anteriormente pues
era oriunda de Albondón y vivía en los Yesos. Maestra, aunque no
había ejercido, y de una belleza al estilo de las actrices de
Hollywood de los años cincuenta, poseía, además de lo mencionado,
unas formas y unas maneras que encandilaron a Santiago, el cual
debió encandilarla a ella con sus palabras y sus fantasías sin
olvidar sus otras cualidades como persona y como hombre.
Doña Mary era una mujer educada, de finos modales, de
una vasta cultura y que actuó como el profesor Higgins, en Pigmalión
de Bernad Shaw, con Santiago. Lo supo reconducir en muchos aspectos
de la vida cotidiana y éste, hecho un palmito, comenzó a asistir con
asiduidad a las celebraciones religiosas, a tomar los alimentos
adecuados y al uso de modales acordes con su posición y edad. La
casa tuvo otro ambiente, mucho más acogedor y repleto de detalles
que le daban un toque de distinción. En contraste con el carácter
más rural de Santiago, doña Mary supo imponer sus costumbres y
orientar a su esposo en unas formas y modos más coherentes con lo
que ella entendía que debían poseer las personas con un cierto nivel
de cultura, educación y posición social. Dadas sus dotes para la
cocina, preparaba unos platos de los que Santiago hablaba y no
acababa; en realidad a él le encantaba todo lo que se le ocurría a
su esposa, no sólo lo que cocinaba. También le ayudó en el manejo de
sus negocios, algo que redundaría en una mejora de la economía
familiar.
Cuando todo parecía sonreírle, de nuevo, la desgracia se
ceba en él. La mayor de las hijas moriría tras una larga enfermedad
y dos años después la menor también se iría de este mundo dejando a
su marido con las cuatro niñas huérfanas de madre. Como ya dijimos,
las dos hijas de Santiago murieron muy jóvenes, al igual que su
primera esposa, todas con veintiséis años.
El padre de Santiago ya había muerto y, antes de ello,
les había repartido a los hijos todos los bienes, tanto los suyos
como los de su mujer. A su muerte, la madre se vio obligada a
aceptar la “caridad” de los hijos que, poco a poco, le fueron dando
de lado, menos Santiago que se hizo cargo de ella. De los doce
hermanos que eran, al final ninguno se preocupó de cuidarla, así que
viendo que los demás se despreocupaban de la madre, se la trajo a
Alcázar y aquí estuvo con él hasta su muerte, de hecho está
enterrada en nuestro cementerio. En cierta medida él interiorizó el
drama materno y no quiso desprenderse de nada de lo que había ido
consiguiendo a lo largo de su vida hasta después de la muerte.
El periodo de felicidad junto a su segunda esposa duró
hasta 1973. El día de la Virgen, después de haber estado en la plaza
de la iglesia disfrutando de las fiestas con su marido y con el
resto de convecinos, doña Mary se retiró a su casa, cuando Santiago
fue a su encuentro se encontró que había fallecido. Fue una muerte
repentina que dejó a nuestro protagonista sin el calor y el cariño
que su última esposa tan bien supo darle.
Santiago, que, en cierto modo, había vivido estos últimos años en
una dependencia casi total de su mujer, cayó en una depresión
profunda de la que le costó gran trabajo salir. Se vino abajo física
y anímicamente. Las paredes que, en ocasiones en más del puro
sentido físico, dividían ambas viviendas también se vinieron abajo y
se abrieron, comenzando una relación llena de cariño y comprensión
mutua con la familia que le quedaba, y que así continuaría hasta el
fin de los días de Santiago.
Otra vez volvería a su obsesión con el trabajo. Siempre
afanado en la recolección de los distintos productos del campo según
la época. Durante el invierno el añadido del molino de aceite y en
el verano el trabajo con la máquina de aventar, en uno y otro caso
su beneficio consistía en la maquila estipulada del producto
molturado o aventado.
En la casa buscó el cobijo de los suyos, de la familia.
Como si de trovos se tratasen creaba cuentos sobre la marcha. Jamás
repetía un final. Era un monárquico empedernido y lo dejaba
traslucir en sus cuentos pues muchos de ellos hablaban de príncipes
y princesas, aunque también ingeniaba algunos de temas menos amables
que provocaban pesadillas en algunas de sus nietas. Cuentos al amor
del hogar en las largas tardes del invierno, de aquellos largos,
fríos y lluviosos inviernos cuando aún la televisión no se había
adueñado de nuestras voluntades y el susurro de la voz del abuelo
entusiasmaba a las nietas que, embelesadas, oían cómo cada vez
Santiago ideaba una historia diferente que hacía que ellas
extasiadas la siguieran del principio al final. Algo parecido
volvería a hacer cuando nacieron sus biznietos a los que deleitaba
con historias nacidas de su imaginación en las que, a pesar de su
tragedia personal, sabía buscar un escape en la fantasía positiva de
sus fábulas de cada día.
En la calle debido a su proverbial facilidad de palabra
era capaz de entablar conversación con todos: grandes y pequeños,
convecinos y forasteros que, a veces admirados y en ocasiones
incrédulos, asistían a las explicaciones de Santiago sobre cualquier
asunto. Aunque a él lo que más le gustaba era contar sus aventuras,
las cosas que le pasaron en el pasado o que vio cómo les sucedían a
otros, unas veces éstas se ajustaban a la realidad, otras echaba a
volar su ingenio y todos se quedaban con la boca abierta, como nos
cuenta Emilio Cañadas que, cuando estaba arando una de las viñas de
Santiago, mientras echaban un cigarro, le relató el siguiente
sucedido:
“La abuela le había dicho que quería que él estuviera
en su duelo, que por nada del mundo faltase. La muerte de la abuela
se produjo durante la vendimia y como poseían tanta cantidad de
viñas tenía que estar al cuidado de los peones. El padre, antes de
irse al duelo, le encomendó la vigilancia de la bodega donde se
comenzaban a almacenar los miles de arrobas de vino. Esto le impidió
estar en el duelo de la abuela. Por la noche, cuando dormía, sintió
cómo lo abrazaban desesperadamente y él, creyendo que era la abuela
que le reclamaba su ausencia, trataba de justificarse ante ella
diciéndole que lo soltara, que la culpa no era suya sino de su padre
que le había ordenado que se quedase en la bodega al cuidado de las
cubas con el mosto.
A la mañana siguiente, cuando una de las mozas le lanzó
un trovo, cayó en la cuenta de que los brazos que con tanto deseo se
aferraban a él no eran los de su abuela.
El trovo fue éste:
”Santiago, tú estás muerto
Y yo lo tengo probado,
Que en viendo una moza a tu lado
Se te corta a ti el aliento”
Él, como buen trovero, le contestó:
“Tuve ocasión de perderte
Pero me faltó el valor
Porque el hombre que es decente
Debe tener compasión
De una mujer inocente”
En un año capicúa, 1991, a los ochenta y cinco años,
después de una vida entera dedicada al trabajo y a los suyos, tan
cercana a la tragedia como plena de fantasía, Santiago corrió a
reunirse con todos aquellos a los que tanto había querido y dejó
aquí a los que jamás se olvidarán de él.
Teodoro Martín.
Gracias a todos los que con sus recuerdos me han ayudado a construir
este bosquejo de la biografía de Santiago Escudero.
<<volver a
casos y cosas>>
|