Los que tenemos cierta edad y somos de pueblo bien sabemos la
función social que las tiendas tuvieron en aquellos años posteriores
a la posguerra y que se prolongaron demasiado en el tiempo. Eran
unos años en los que escaseaba casi todo y sobre todo el dinero
contante y sonante para hacer frente a las necesidades primarias
para el sustento. Las libretillas llenas de manchas de grasa o los
papeles de estraza con los nombres de los clientes escritos a lápiz
acompañados de las pesetas y los reales que se iban dejando a deber
en esas tiendas podrían contarnos la penurias que muchas familias
pasaron en aquellos tiempos y que gracias a los propietarios de esos
establecimientos les fueron más llevaderas y en no pocas ocasiones,
gracias a su ayuda, pudieron salir adelante.
No,
no siempre existieron las grandes superficies comerciales, los
hipermercados, supermercados, ni las tiendas especializadas en las
que podemos adquirir cualquier cosa que se pase por nuestra
imaginación. Existió aquella época en la que no se tenía, ni tan
siquiera, imaginación para desear cosas que, desde todo punto de
vista, estaba fuera de nuestro alcance en los pueblos y, sobre todo,
fuera de las posibilidades de los bolsillos de sus habitantes.
Eran los tiempos en los que distintos artesanos y comerciantes
ambulantes aparecían periódicamente por los pueblos ofreciendo su
trabajo o sus mercancías. Así, siempre había un gitano especialista
en restañar las heridas de los objetos de hojalata que tanta
utilidad tenían en los hogares, otros se encargaban de poner lañas
en lebrillos, orzas y tinajas, otros ofrecían su quincalla a cambio
de productos agrícolas o las trenzas de pelo que guardaban las mozas
para adquirir su ajuar a la hora de casarse… y, como decíamos al
principio, también tenían su papel esencial las tiendas de pueblo.
En nuestro caso, en Alcázar, la tienda de Paco “El Recovero” y su
esposa, para unos “la comá Josefa”, para sus allegados “la chacha”,
o simplemente Josefa la de Paco.
Desde mediados de los años cincuenta y casi hasta los comienzos de
los ochenta, la tienda de Paco y Josefa realizó además de su función
propia de comercio, una incuestionable labor social.
Comenzaría Paco con su borriquilla recorriendo los cortijos del
entorno llevando a cabo su tarea de recova,
comprando o intercambiando productos que había en los cortijos:
huevos, animales de corral o frutos agrícolas no perecederos, por
otros que ellos no podían producir por sus propios medios: telas,
hilos, azúcar, salazones, etc. Los recorridos por los cortijos los
alternaba con viajes a Granada, fundamentalmente, donde revendería
lo adquirido y se proveería de todos los artículos que después
ofertaría en su tienda.
De la recova, sin abandonarla totalmente, iría poco a poco pasando a
la venta en su propio domicilio de todos los artículos que eran
necesarios en la vida cotidiana de los alcazareños y demás vecinos
de los anejos y cortijos en los años cincuenta, sesenta y setenta.
Sería Josefa la que casi siempre estaba al frente de la tienda, Paco
lo hacía más esporádicamente, él seguiría con sus tareas de puertas
afuera al tiempo que no desatendía los cultivos varios que tenía en
las cercanías del pueblo. Ella compaginaba sus tareas domésticas con
las propias de la tienda. Dejando asomar una sonrisa casi
permanente, observando al interlocutor con sus vivarachos ojos
claros, con una paciencia a prueba de bombas y nunca mostrando
prisa, atendía a todas las vecinas que venían a contarle sus cuitas,
después acababan pidiéndole lo que necesitaban para llevar a casa; a
renglón seguido, rebuscaban en los bolsillos del delantal las
pesetas con las que pagar la compra, otras veces sacaban del canasto
los huevos, o el conejo que harían las veces del dinero y en las más
ocasiones con pocas palabras, entre dientes y casi a media voz le
decían aquello de: “cuando mi marido cobre te traigo el dinero, sin
falta.” Josefa le respondería, como siempre: “No te preocupes mujer,
ya pagarás cuando puedas.”
Con un horario de sol a sol, como el de los jornaleros, era la
tienda en sí como una de las grandes superficies actuales, aunque
reducida a las pequeñas dimensiones de la entrada de la vivienda y
una habitación aneja que servía de almacén. Una mesa camilla redonda
hacía las veces de mostrador, detrás de la cual se encontraban
algunos de los géneros más demandados por los clientes.
Una
alacena con puertas de cristales hacía las veces de escaparate
interior en el que se mostraban los productos más delicados como
podían ser botes de colonia, platos, tazas… En la estancia contigua,
además de guardar las sacas de la harina, el azúcar y otras
mercancías de venta a granel, se encontraba la balanza de dos
platillos en la que se llevaba a cabo el peso de las exiguas
cantidades que normalmente adquirían los parroquianos.
Paulatinamente irían ofreciendo a los incipientes consumidores más
y más cosas que pronto abarcaría todo lo que podía ser requerido por
los alcazareños de la época: bobinas de hilo blanco y negro de La
Cometa, en sus verdes cajetas que, una vez vendidas las bobinas,
reservaba Josefa a las muchachas que se las habían pedido para
guardar sus “cositas”, los ovillos y madejas de hilo para bordar o
hacer ganchillo de La Dalia o El Áncora, telas de Vichy, percal,
lienzo blanco… para la confección de delantales, batas, camisas o
vestidos; la cinta elástica fundamental para que todas las prendas
se ajustasen a la cintura;
botones, corchetes, cordones....
Prendas de vestir como los calcetines, camisetas o algún que otro
saquito o rebeca; las medias y los velos; las sandalias de goma, las
albarcas, las modernas katiuskas o las alpargatas de suela de goma.
Salazones
como bacalao o arenques; el azúcar, el arroz, los fideos, la harina
de sémola o la de trigo; las inalcanzables, por sus precios, latas
de atún o de sardinas en conserva, el melocotón en almíbar. El
chocolate Orbea, con sus pequeños cuentecillos, vendido onza a onza,
a lo sumo un cuarterón, el Doria con almendras, las chucherías
propias de la época: caramelos, chicles, regaliz; las galletas
María, la carne de membrillo, Flanín El Niño, bien para hacer
natillas o flanes.
Analgésicos
como la Cafiaspirina, el Okal o el Optalidón, el algodón y el
esparadrapo, el bicarbonato en su doble vertiente culinaria y
medicinal, o los productos desinfectantes tales como el agua
oxigenada o el alcohol.
Las cajas de mariposas para alumbrarse de noche o iluminar a los
santos; el algodón para las torcidas de los candiles.
Los útiles de escritura para la escuela: pizarras con pizarrines y
los cuadernos de caligrafía o matemáticas de Rubio.
Las especias y condimentos para la matanza; los mazos de tripas para
la morcilla o la longaniza, ¡la sal!, tan importante como
conservante. Incluso le dedicaron un apartado específico en otra
vivienda próxima a la de la tienda para almacenarla cuando la traía
el llamado “camión de la sal” que en otoño aparecía por la Canal. En
esta vivienda también almacenaba todo el calzado y las prendas de
vestir.
Objetos de labranza: azadones, hoces, mancajes, guitas y cuerdas.
Las cuchillas y el jabón de afeitar, la navajilla…; trampas para
cazar pajarillos y las tan necesarias ratoneras, así como los
matarratas, o el ZZ para las hormigas y el “flix” para las moscas o
las tiras de ungüento pegajoso con el mismo fin.
Objetos de regalo para los santos o en Reyes como la colonia para
las muchachas, lazos para el pelo, las toallas, los pañuelos de
mano, la pastilla de jabón de olor, el juguetillo de hojalata o
plástico. Al llegar Navidad estos juguetes aparecían colgados en las
paredes o en la alacena que hacía las veces de vitrina.
Si querías encontrar algo para adornar la casa como un cuadro, o
para adorno personal, una medalla, una pulsera o una cadena, también
lo podías encontrar en la tienda de Paco y Josefa. Casi nada
escapaba a la perspicacia de nuestros tenderos que solícitos, antes
o después, atendían todo lo que su clientela le requería.
Aquella
balanza, a la que antes me refería, en uno de cuyos platillos casi
siempre se depositaban varias monedas de cobre y en algunas
ocasiones unas pesas, para pesar onzas, cuarterones o libras que de
los productos alimenticios se llevaban los clientes; la probeta en
la que cada raya suponía alguna perra gorda más, y aquel pequeñísimo
embudo con el que Josefa trasvasaría el contenido del frasco grande
la colonia o el perfume para venderlos a granel; el papel de estraza
par envolver la cola de bacalao, las arenques, los fideos... Todos
ellos son elementos que permanecerán en la memoria de tantos y
tantos alcazareños que pasaron por la tienda de Paco y Josefa.
¡Cuántos cuarterones de cualquiera de esos productos pesaría Josefa
sin recibir en ese momento el dinero correspondiente! ¡Cuántas colas
de bacalao con las que engañar las migas! Y ¡Cuántas familias
pudieron ir subsistiendo gracias a la tienda de Paco y las
facilidades que daban él y Josefa! No es que no cobrasen, al final
terminaban cobrando lo que habían adelantado: unas veces cobraban en
dinero y otras en trabajos que necesitaban, unas veces no tardaban
mucho y otras el pago de la deuda se alargaba por tiempo
impredecible. En ocasiones los deudores, cuando disponían de algún
dinerillo porque habían cobrado el peón, acudían a la tienda para
saldar parte de la deuda acumulada, los tenderos tendrían que
esperar durante otro tiempo para que la deuda fuese disminuyendo
hasta quedar totalmente saldada. Era una forma de compra a plazos,
bien que entonces no eran los electrodomésticos o los coches los que
se adquirían de ese modo sino lo imprescindible para la subsistencia
de la familia: el cuarterón de arroz o de azúcar, la media libra de
harina, la cola de bacalao o el arenque que diese sabor a la sartén
de migas.
Hoy, cuando podemos hacer las compras con sólo descolgar el teléfono
e incluso por Internet, sin movernos de la casa, seguro que no son
pocos los que añoran el trato atento y cariñoso que aquellos
tenderos de pueblo siempre tuvieron con los clientes que acudían a
sus tiendas. Algunos tragándose su orgullo para pedir fiado un poco
de éste o aquél producto que le era imprescindible para la
subsistencia en aquellos años preñados de dificultades de todo tipo.
No cabe duda de que además del aspecto comercial y de negocio que la
tienda del pueblo, evidentemente, tenía, también debemos resaltar
ese aspecto social que hizo poder salir adelante en ocasiones
apuradas a muchos de sus convecinos con evidentes problemas para
poder hacer frente a lo necesario para el día a día de sus familias.
Desde aquí nuestro reconocimiento a Paco y Josefa que son los que
más nos atañen, pero de igual modo a eso otros tenderos de tantos y
tantos pueblos que resultaron providenciales para que muchas
familias pudieran enfrentar el diario con un poco de esperanza.
Teodoro
Martín. Alcázar de Venus.