A OLÍAS 5 KILÓMETROS
Al culminar la
subida del Tablazo, a unos cientos de metros de los cruces de Alcázar y
Fregenite, una pequeña señal de tráfico nos advierte de la distancia que queda
para llegar a Olías, nuestro punto de destino. Giramos a la derecha y aún
transitamos un corto trecho por la carretera que sube hasta las cumbres de la
Sierra de Lújar donde algunas aves migratorias se pelean con los repetidores de
televisión, teléfono… Pronto tomamos, a la izquierda, el desvío que nos llevará
hasta Olías.
Una carretera
serpenteante con curvas, en su mayoría, de más de 180º nos va deslizando ladera
abajo hasta las primeras estribaciones de la sierra, donde se encuentra la
población. La vegetación va cambiando de acuerdo con las curvas de nivel, y
pasan ante nuestros ojos el monte bajo formado por bolinas, abulagas, tomillo,
romero y torvizco, fundamentalmente, para después encontrarnos con un pequeño
jaral más propio de los montes de otras provincias mediterráneas de más al
oeste; posteriormente reparamos en un incipiente bosque de chaparros y encinas
entremezclados con olivos asilvestrados que continúan hasta las proximidades de
Olías donde se comienzan a ver las primeras tierras de labor con plantas propias
de la zona: higueras, almendros y olivos. Al alcanzar el núcleo de población
topamos con algarrobos centenarios que nos invitan a mirar al Mediterráneo a
cuyo amor crecen en los alrededores del pueblo. Bajo la espesa sombra de uno de
ellos aparcamos y nos disponemos a hacer un recorrido por sus calles intentando
absorber todo aquello que nuestra vista y oídos sean capaces de alcanzar.
Al bajar
del coche nos encontramos con Francisco Rodríguez que, ayudado de una rama seca
de almendro,
a modo de bastón, con sombrero de paja, manojo de cuerdas en la mano libre y
acompañado de su alunarado perro, se aproxima a nosotros con una sonrisa en su
rostro dispuesto a darnos toda la información que demandemos (a posteriori nos
enteramos de que era el pedáneo del pueblo). Vive con su hermana Carmen, ya
viuda, y el resto de los ocho vecinos que componen el total de diez habitantes
estables del pueblo. El menor debe de rondar los cincuenta años y sobre los años
de la mayor se anda en dudas si son ochenta y dos, de Carmen, ochenta y cuatro,
de Paca, o noventa y dos, de Victoria, pues alguna de las tenidas como la más
longeva del pueblo no es permanente sino que viene en ocasiones y vive en
Almería, adonde la mayoría de los habitantes de Olías emigraron cuando el
subsistir en estas tierras se hizo casi imposible. No ocurrió en Olías como en
otros pueblos de los alrededores, la gente no se fue al norte, quizás como
temporeros algunos dejaron sus gotas de sudor en las campiñas francesas, pero,
en general, prefirieron un terreno más próximo a sus orígenes, caso del poniente
almeriense, como lugar de destino
A pesar
de la emigración masiva de los años sesenta y setenta, ninguno de todos aquellos
que emigraron dejaron de tener en su corazón y en su pensamiento el pueblo de
sus ancestros, en el que estaban todas las añoranzas de su infancia o juventud,
y cuyo recuerdo y cariño se esfuerzan por inculcar a los hijos y nietos que ya
no nacieron aquí. Esto se demuestra claramente cuando se visita la iglesia.
Nos
abre sus puertas y hace de guía María. Ella ha venido a dar “vuelta” a su casa,
ya que la está “gobernando” con el fin de mantenerla “decente” para cuando le
apetezca venir, sola o con su familia. Como María son muchos los habitantes de
Olías que no han permitido que sus viviendas se vengan abajo y han procurado
mantenerlas en buen uso a pesar de no vivir permanentemente en el pueblo. Por
ello la generalidad de las casas se ven en buen estado o en trance de
conseguirlo. María, como decíamos, nos abre las puertas del templo y nos informa
de que su reparación se llevó a efecto hace cosa de quince años con las
aportaciones de todos los vecinos. «Todos pusimos lo que tuvimos que poner, sin
más ni más». El artesonado del techo es testigo de las palabras de María, así
como los bancos y las lámparas y apliques en hierro forjado que adornan techo y
paredes. Tampoco falta la modernidad representada por unos ventiladores para que
en los sábados de verano, que es cuando se congregan más
feligreses,
estos no sufran los rigores del calor. Todos los sábados un sacerdote oriundo de
la vecina población de Lújar y que vive en Granada, se acerca a celebrar la
misa.
En los
pueblos como Olías muchas acontecimientos ocurren una vez a la semana, por
ejemplo: el panadero de Alfornón baja los martes con “el pan nuestro de cada
día”, mientras que el sacerdote lo hace los sábados con “el pan de vida eterna”.
La pequeña
y coqueta iglesia está bajo la advocación de Nuestra Señora la Virgen de Gracia, cuya
imagen preside el altar mayor. Esta imagen de la Virgen tiene su historia y su
leyenda. Según nos contó Francisco, con las aportaciones de sus hermanas Paca y
Carmen, todos ellos fueron testigos del hecho que a continuación se narra:
Durante la
guerra civil, como en tantos otros lugares, la primitiva imagen de la virgen
desapareció y de ella, al cabo del tiempo, sólo se encontró su mano derecha.
Un
habitante de Olías se dirigió con dicha reliquia a un imaginero para que llevase
a cabo, a partir de la mano, una reproducción de la Virgen de Gracia tallada en
madera. La imagen se concluyó, y el 7 de septiembre 1952 fue transportada hasta
la Venta de las Tontas que era el lugar más próximo a Olías con acceso por
carretera. Al día siguiente, el de la celebración de su festividad, todos los vecinos se reunieron para, en devota
procesión, proceder a su traslado hasta la iglesia del pueblo. Hubo un par de
vecinos (no conocemos sus nombres) que a modo de gracieta y con cierta sorna,
cuando el resto de sus paisanos, chicos y grandes, enfermos y sanos, ricos y
pobres, se encaminaban hacia la venta para recoger a la Virgen dijeron algo así
como: «Si ella es la Virgen y tiene tanto poder, pues que venga por sus propios
pies». El resto del pueblo no hizo mucho caso a lo dicho por los dos y
continuaron su subida por la vereda que llevaba al pie del monte de los
Gallegos. Poco antes de que la procesión llegara al pueblo, los dos que habían
pronunciado la hiriente frase se aproximaron a los que bajaban la imagen para
que se la dejasen llevar a ellos en los últimos metros; así cumplirían, que era
de lo que trataba el hecho de portarla en su tramo final. En el momento que la
imagen pasó de manos, la carga que durante el largo trayecto había sido liviana
para todos sus porteadores se convirtió en ese instante en pesado, en plomizo
cargamento, hasta tal punto que ambos porteadores se mostraron incapaces de tan
siquiera dar un solo paso con la Virgen en dirección a la iglesia. Al ser tomada
de nuevo por manos más nobles, sencillas y confiadas, la imagen tornó a su
ligereza primitiva y así fue entronizada en el altar mayor de la parroquia de
Olías.
También
nos contaron que en ocasión posterior, habitantes de un pueblo cercano
intentaron, no se conocen los motivos, llevársela de la iglesia y se encontraron
con la misma situación de aquellos dos que se quisieron mofar de la Virgen y de
sus devotos.
Como es
lógico, para mostrar su veneración y cariño hacia Nuestra Señora la Virgen de Gracia, las fiestas patronales de Olías se celebran
el mencionado 8 de septiembre de cada año, añadiéndole normalmente un día por
delate o por detrás. Días en los que se acercan
hasta el lugar todos los originarios de Olías por muy lejos que estén de su
tierra, si no hay fuerza mayor que se lo impida. En esas fechas se reencuentran
familiares y amigos que quizás no lo vuelvan a hacer hasta pasados otros 365
días.
Salimos
de la iglesia y seguimos nuestro paseo por las estrechas y encaladas calles del
pueblo. Nos encontramos con la pequeña Lucía que había venido de Almería y
estaba pasando unos días con su abuela. Conocimos a Carmen Valdés que emigró a
la Argentina allá por los años cincuenta cuando sólo contaba con nueve de edad,
está junto a su tía María del Carmen Pérez, esposa de de José Valdés
desaparecido hace varios años. Otro par de chiquillos que vimos jugando en una
pila de tierra no respondieron a preguntas de extraños (lógico, uno de ellos es
rumano y apenas llevaba unos días en el pueblo; su padre, Constantino, trabaja a
jornal cuidando de un rebaño de ovejas y cabras, y su madre, Lumi, hace pocos
meses que ha llegado al pueblo, busca trabajo y, para nuestro asombro, habla un
castellano casi perfecto).
Nos llaman
poderosamente la atención la frondosidad de los parrales que dan sombra a la
entrada de la mayoría
de
las casas, sus hermosos racimos penden de los sarmientos protegidos de la
avispas por bolsas de plástico o mosquiteras. Al final del pueblo, a los pies de
los riscos de Sierra Lújar, los pequeños huertos familiares, a pesar de la
escasez de agua, muestran sus hermosas matas de maíz, pimientos, tomates o
habichuelas que nos hace recordar la leyenda de “El Huevo de Olías”
(leer más). No
cabe duda que el microclima de que disfruta el lugar ayuda en mucho a la
exhuberancia de los productos agrícolas, la influencia del mar al resguardo de
los fríos de las sierras hacen que la templanza sea la tónica predominante de la
climatología de Olías.
Nos
acercamos al museo que está formando Pepita Sánchez Acosta, que es maestra
jubilada. No hemos podido visitarlo pues sus puertas están cerradas, pero
podemos contar que es una especie de museo etnográfico en el que se hallan gran
parte de los aperos de labranza, utensilios y enseres relacionados con la vida
agrícola y familiar del pueblo. Casi todos los vecinos han colaborado con Pepita
en aumentar el número de piezas que conforman el museo. Está concluida su
primera fase y en construcción la segunda. Será visita obligada en próxima
ocasión.
Antes
de marcharnos volvemos a encontrarnos con Francisco a la puerta de su casa, en
la que vive con su hermana Carmen y donde tiene como visitas a su otra hermana,
Paca, y a una hija de ésta, Rufina. Rodeados de esplendorosos y aterciopelados
geranios, y algunas matas de calabaza en flor, departimos gustosamente con ellos
mientras nos empapamos de todas las historias y secretos que guardan cada uno de
los picos de las estribaciones de la Sierra de Lújar, todos con su nombre
particular: el del Castillo, el del Pastor… y relacionados con una leyenda. Las
distintas cuevas que se ocultan bajo los picachos. La de las Campanas, así
conocida porque dicen que cada siete años se oye el tañer de campanas en sus
inmediaciones en memoria del cura que dijo misa en el interior y al que ayudó un
pastor que recibió en agradecimiento la estola (para amarrar el morral) y el
cáliz (para usarlo de copa); nos cuentan
que es ése el cáliz que hoy utiliza el arzobispo en la catedral de Granada. En
otra de las muchas cuevas que abundan por la zona, antes de penetrar hay que
dejar una prenda a su entrada, de otro modo no será posible regresar al
exterior. La historia del borrego charlatán al que un labriego recogió al pie
del aljibe donde se había ahogado el padre, y al cabo del camino le preguntó al
labrador: «¿Cuántos dientes tenía tu padre?», lo que produjo el terror en el que
se creyó afortunado. O la del mulero venido de la Alpujarra Alta que arreglando
una acequia se encontró un cofre con monedas de oro y desapareció sin dejar
rastro, etc, etc, etc. «¡Ay, Sierra de Lújar, qué rica eres!» dicen que cantaban
los moros; y nosotros le tendríamos que añadir:
«¡Y cuántos misterios escondes!».
Al
abandonar el pueblo nos fijamos en el edificio de las escuelas que con seguridad
añora a los niños y niñas que allá en sus primeros tiempos llenaron sus aulas y
las alegraron con sus juegos y sus risas. En ella estuvo como maestra durante
cinco años Francisca
Rodríguez (Paca), entonces una jovencita del pueblo con un cierto nivel
académico que sin titulación sustituyó a la maestra de Madrid que siempre rezó
como titular pero que nunca puso sus pies en el pueblo.
En el
regreso venimos dándole vueltas en la cabeza a todo lo que hemos visto y oído.
El camino se nos hace más corto y las curvas nos parecen menos. Miramos hacia
abajo pero no pudimos ver Olías, sólo los barrancos que conducen al
Mediterráneo, para contemplar el pueblo no queda más remedio que bajar hasta el
kilómetro cero.
Teodoro Martín. Alcázar de Venus |