"Siempre
los primeros"
(Primera parte)
Antonio
Gómez Rodríguez
Os voy a
contar algunos secretillos en relación a mi buen amigo Antonio
Sánchez López, más conocido como “Antonio el de la Consuelo”, y
míos, es decir Antonio Gómez Rodríguez, o “Antonio el de las
Adelfillas”.
Confío y
espero que mi amigo no se enfade mucho conmigo, creo que es buena
persona donde las haya.
Parte de
nuestra niñez la vivimos en El Cortijo Adelfillas; él, sobre los
once años aproximadamente, marchó con sus padres y hermanas al
Cortijo de Las Casillas, propiedad de sus abuelos maternos.
Yo por mi
parte permanecí muchos años más, en el referido cortijo de las
Adelfillas, hasta poco después de hacer el servicio militar, y que
juntos a mis padres y hermanos, nos fuimos a vivir al pueblo
(Alcázar).
La amistad
entre nosotros siempre fue buena, aunque nuestras vidas se
desarrollaron por distintos caminos, nos vemos con mucha con
frecuencia y ahora más que ambos estamos jubilados y recordamos con
mucha ilusión aquellos tiempos de nuestra niñez.
Por cierto
él se casó con una familiar mía, primos segundos, eso nos unió en
nuestras relaciones aun más.
Bueno a lo
que vamos, Antonio es unos meses mayor que yo, él nació a finales
del año mil novecientos treinta y nueve y yo a primeros del año
cuarenta; no somos de la misma quinta por nacer en años distintos.
Nos criamos
como unos niños normales, ni mejores ni peores que otros. Los
criados en las ciudades tienen otras costumbres que los nacidos en
el campo y por su temprana y tierna edad se les infunde y
desarrollan una calidad de vida muy
diferente. La naturaleza es sana y sabia y nos enseña cosas que en
las grandes ciudades no se palpa, los animales nos enseñan
maravillas. La vida en el campo es un poquito más dura,
comienzan las tareas y faenas demasiado pronto -para niños de
cuatro o cinco años, como era nuestro caso y la de muchos otros
niños más-. El cuidado de una cabrilla para que comiera, traer un
botijo de agua de la fuente, un puñado de hierba para los conejos y
otras muchas cosas más de igual o parecida importancia.
Mi amigo
Antonio y yo, con nuestra corta edad, ideábamos muchas cosas y
aprendimos otras muchas de nuestros mayores y de la gente que cada
día por un motivo o por otro visitaba el cortijo, la mayoría de las
veces por razones de trabajo.
Recuerdo a
un pastor que con una piara de cabras recorría las tierras del
cortijo; ése era su trabajo y con el producto del ganado salía
adelante en aquellos años. Me refiero a “José Sánchez”, que tanto mi
amigo Antonio como yo, nos quedábamos boquiabiertos escuchando las
charlas sobre pajarillos cada día que podíamos estar con él, sobre
todo en verano, época en la que el ganado acarraba a la sombra de
las plantas en el hueco del día.
José
Sánchez, junto a una hermana que estaba viuda y una hija de ésta,
emigraron a Buenos Aires –Argentina-; esto sería en los años
cuarenta.
Él también
era viudo y también tenía una hija de unos catorce años que por
razones a las que no viene el caso quedó en España y no marchó con
su padre y demás familia.
Como ya he
comentado las buenas enseñanzas del bueno de José Sánchez,
conocíamos toda clase de pajarillos, por el color de sus plumas,
forma del nido, lugar donde se encontraban, color de los huevos y
canto de los mismos... Unos verdaderos expertos en materia de nidos.
La
primavera para todo el mundo el bonita y agradable, ¡cómo no lo iba
ser para mi amigo Antonio y mía que nos pasábamos todo el santo día
buscando nidos!
Aparte de
nuestras pocas faenas que siempre eran algunas, la mayor parte del
día la dedicábamos a buscar nidos y darle una miradilla a los que ya
teníamos, por si algún pajarillo había nacido el día anterior en el
transcurso de la noche y no lo habíamos contabilizado.
Ya en esas
fechas algunas de las frutas empezaban a madurar; esto siempre
ocurre desde el mes de abril en adelante y empezábamos con las
correrías, alternando los nidos, frutas y un baño que otro.
Las
primeras cerezas, brevas, higos, ciruelas, albaricoques, melocotones
y toda clase de frutas que en esas fechas se criaban, aquellos
barrancos...
Os contaré
algunas de aquellas escapadas que realizábamos, unas veces de día y
otras de noche, cuando los frutos estaban para comer.
En el
cortijo El Prado, situado a una distancia aproximada de un kilómetro
del nuestro, vivía una familia que tenía por costumbre en el verano
cenar a la puerta del cortijo. Se reunían padres, hijos, novios de
las hijas, sumando unas doce o catorce personas.
Después de
la cena venía el cigarro y más cigarros. Los hombres contando sus
batallitas de la mili: que si el Sargento tal, o el Capitán cual y
otras muchas historietas más. Se pasaban la velada alumbrados por un
candil o farolillo de petróleo, colgado en la pared o encima de la
mesa.
Esto
siempre solía ocurrir sobre las diez u once de la noche, y amparados
por la oscuridad mi amigo Antonio y yo, nos desplazábamos de nuestro
cortijo a éste y con mucho sigilo, formando el menos ruido posible,
nos subíamos a un albaricoque, que se encontraba a unos diez o doce
metros de donde los comensales y después contertulios que debatían
sus hazañas, sin apercibirse éstos de que el fruto del árbol iba
diminuyendo cada día.
Cargábamos
a tope, estómago, bolsillos, faldón de la camisilla y un manojo de
tallos con su fruto correspondiente en las manos, alejándonos sin
ser vistos ni oídos.
Las
cerezas también nos gustaban. En un huerto de los dueños del cortijo
de Los Romeras, se encontraba plantado un enorme cerezo, con el
fruto en su punto. Nos encontrábamos muy cerca del mismo guardando
dos cabrillas, una suya, la otra mía, sin darle mucha importancia
que a poca distancia se encontraba una hija del dueño del cerezo, de
unos dieciocho años, la cual pensamos que no nos había visto, por
lo que nos subimos al dichoso árbol y comenzamos a cortar tallos
para acabar pronto y marcharnos lo antes posible. Así, mi amigo
subió antes y por tal motivo tardó más en apearse del mismo.
Ella venía
acercándose provista en la mano de una rama de higuera, claro está,
que yo al verla con la actitud que traía no era para seguir en el
cerezo, por lo que di un gran salto -el tronco debería medir más de
dos metros-. Comencé a correr a toda prisa, pero mi amigo, que como
ya he dicho antes se encontraba un poquito más arriba, pero por lo
visto no lo bastante, puesto que al situarse ella en el mismo
tronco, por muy diestro que anduvo, no pudo evitar que le alcanzara
con las puntas de la rama de higuera que llevaba en la mano. Una vez
que él también bajó del cerezo corrió tras de mí, y ella tras de
nosotros, aunque pronto desistió de sus intenciones. A mi amigo y a
mí no nos cayó muy bien la carrera que nos dio y sobre todo no comer
las cerezas que teníamos pensado comernos. Yo salvé un par de tallos
para probarlas.
Lo que
ocurrió después no debo contarlo, aparte de la carrera que le dimos
y por la lluvia de piedras que se le lió a la pobre criatura... y no
digo más.
Lo que hizo
con nosotros no tenía perdón, ya ves por cuatro cerezas, que al
final se las comerían los pájaros, por lo altas que el dichoso
cerezo las tenía.
Cuando sí
lo pasamos bien fue una tarde que nos apeteció comer melón, estando
con las cabrillas.
Resulta
que José el de Las Calavera, como se le nombraba porque vivía en el
cortijo de Las Calaveras tenía un huerto plantado de melones y cómo
no probarlos, con lo ricos y aguanosos que son.
A mi amigo
Antonio que por eso era unos meses mayor que yo, le tocó hacer el
trabajo sucio y fue el encargado de ir a por uno y yo mientras tanto
quede al cuidado de las cabrillas.
No tardó
mucho en regresar con un melón bajo cada brazo, pero acompañado del
guarda, que se llamaba también Antonio, éste yerno de la Filomena.
El dichoso
guarda, provisto de una carabina y un buen callado, ya había estado
vigilando los movimientos que hacíamos y cuando mi amigo regresaba
le sorprendió. Entonces le dijo a mi amigo: ¡Anda date la vuelta que
nos vamos a acercar tú y yo a hacer una visita al dueño de los
melones, que ya él te ajustará las cuentas! .
¡Qué
suerte tuvimos con dar con tan buen hombre y mejor vecino!. Se
llamaba José “El de las Calaveras”. Al llegar el guarda en compañía
de mi amigo, le dijo: Antonio, ¿donde vas con éste y los melones?, a
lo cual el guarda le contestó: He sorprendido a este chiquillo
cuando acababa de cortar dos melones de tu huerto. El bueno de José,
quitándole importancia a nuestra trastada contestó: Son cosas de
críos. Venga muchacho deja aquí uno de los melones y el otro os lo
podéis comer entre tú y tu amigo.
Tardaría una media hora aproximadamente que a mí, me resultó una
eternidad, y no por nada, si no por cómo terminaría el jaleo de los
melones, sobre todo a la llegada de nuestras casas y temiendo que
nuestros padres respectivos se hubiesen enterado por casualidad de
lo que nos traíamos entre manos mi amigo Antonio y yo con los
melones de las Carabelas. Todo esto podía haber llevado consigo que
mis padres me hubiesen dado melones para comer y colgar.
¡Ah!, por
cierto, mi amigo Antonio en aquellas fechas de melones entendía
bastante poco, y el que finalmente comimos estaba bastante verde y
sabía más a pepino que a melón. También podía haber pasado que yo
con el susto tuviera la boca amarga como la hiel.
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