Alcázar de Venus: "Entre la Nieve y la Mar"

 

"Siempre los primeros"

(Segunda parte)

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    Antonio Gómez Rodríguez

   El título de lo que estoy narrando “Siempre los primeros” es por muchas razones, y una de ellas es la siguiente:

   Un diecinueve de marzo del año cuarenta y seis o cuarenta y siete, no lo recuerdo muy bien, a ver si un día de éstos le pregunto a mi amigo Antonio que creo no se le habrá olvidado, la anécdota que nos sucedió después de un bañito que nos dimos. Como es de suponer el agua en esas fechas, mes de marzo, suele estar muy fría. No nos se ocurrió otra cosa que darnos un baño, en pelota viva. Estando dentro del agua tuvimos la mala suerte de que  llegó el padre de Antonio; el hombre regresaba a casa con un haz de leña a la espalda. Era un hombre muy formal y respetuoso con todo el mundo, incluso con sus hijos, pero en un caso como este cualquier padre pierde un poquito los nervios. Por tal motivo al ver a su hijo en el agua y tiritando de frío, el buen hombre pensó: «Será mejor que entre el niño en calor», cosa que consiguió en poco rato. Era portador de una buena correa cuya utilidad es la de sujetarse los pantalones, hecha del cinto de los que usaban en el ejército los militares. Se la pasó unas pocas de veces por el cuerpo desnudo y húmedo; yo por momentos veía el calor que el padre le estaba trasmitiendo a  mi  amigo y por momentos se me iba poniendo la piel de gallina.Antonio Gómez, autor y protagonista del relato

 Yo esto lo estoy contando ahora y con una poquita de guasa porque la verdad no es para menos, porque vaya ocurrencia la nuestra, darnos un bañito a las once de la mañana de un mes de marzo.

   Lo que no cuento y lo voy a contar y la conciencia se me quedará más tranquila, es que no penséis que solo a mi amigo era el que siempre le tocaban los malos ratos. Poco después, tras mi llegada a casa y verme mi madre de esta guisa, en aquel momento mi padre no se encontraba, con la ropilla  y  cabeza mojada, sospechó lo ocurrido y no se equivocó en lo más mínimo, puesto que como madre sabía de mis travesuras. Pensó:- Este niño se ha estado bañando, y con el agua tan fría como debe estar, puede coger una pulmonía o algo peor. Acto seguido se quitó una zapatilla de cáñamo de las que se usaban en aquel tiempo. Un poco después, los temblores que tenía se me pasaron y entré en una sensación de mal cuerpo y calor sobre todo en las posaderas y me dije: «Anda Antonio, ve a darte otro baño por lo bien que lo has pasado».

 No tengo que preguntarle nada a mi amigo, es un farol que me había marcado, yo también lo tengo presente lo bien que pasé aquel año el día de San José, bueno ese día y otros muchos, y aún a pesar de todo, mis recuerdos de la niñez son inolvidables, y es bonito echar la vista atrás de vez en cuando.

 

  En cierta ocasión, al regreso de una de nuestras correrías y se ve que aquella fue algo más larga de lo normal, el padre de mi amigo salió a buscarlo y en mi compañía nos localizó ya cerca del cortijo. Ese día y otros muchos no siempre la correa se desataba de la cintura de Antonio padre, ni la zapatilla de mi madre se salía del pie, tampoco nos tenía la vida tan controlada, pienso que lo normal.

  Lo cierto es que tuvo unas palabrejas no muy salidas de tono con el hijo y si mal no recuerdo le dijo algo así: «Te voy a dar con la punta del pie en el trasero y vas a ir a parar a Galindo». Este Galindo es un paraje o zona que se encuentra a bastante distancia del cortijo.

 Y el inocente de mi Antonio echó a andar en dirección a dicho punto, y viendo el padre la actitud del niño le dijo: «¿A donde vas?», contestándole el niño con muy poquita voz, apenas se le entendía: «A Galindo, no me has dicho que vaya a Galindo». En esta ocasión como en otras muchas no llegó la cosa a más.

 

  Al sur del cortijo, se encuentran los Tajos de la Cerca, seguidamente la Rambla de Alcázar y da comienzo el Pecho de Los Romeras, y en concreto un terreno de Ángel Puertas. Esta es una finca con mucho desnivel y poblada de tajos de grandes dimensiones, con sus correspondientes picos y salientes,  en uno de los cuales cada año una pareja de gavilanes construía su nido, y como nosotros teníamos que ser los primeros en todo, en explorar el nido de gavilán no íbamos a ser los segundos. Por eso nos pusimos mano a la obra, y empezamos a investigar sobre el color de los huevos o polluelos de gavilán.

 Una buena tarde, en los primeros días de abril, mi amigo Antonio y yo, emprendimos el camino y nos plantamos en dicho lugar. Comenzamos la peligrosa tarea de escalar los tajos y riscos del  peligroso lugar en donde se encontraba el dichoso nido del gavilán.

  El gavilán, dicho sea de paso, es un ave de rapiña un poco más pequeño que una paloma, pero muy valiente y con mucha mala leche. Ataca a toda clase de animal o persona, defienden su nido y polluelos a capa y espada como se suele decir. Hablo por experiencia, de lo mal que lo pasé en esta ocasión.

 Conforme nos acercábamos, las embestidas sobre nuestras cabezas cada vez eran más peligrosas, y porqué no decirlo, asustadillos si que estábamos, con el consiguiente peligro dado lo escarpado del lugar y el firme tan malo que había bajo nuestros pies.

 Tal vez fue una suerte para nosotros que el padre de Antonio nos viera desde la otra parte de la Rambla y nos llamara para que nos bajásemos de aquel lugar tan peligroso.

  Cuando llegamos donde el padre de mi amigo se encontraba, por arte de magia la dichosa correa se descolgó de nuevo de la cintura y se empleó en mi compañero de travesuras. Los gavilanes no le picaron, pero fue mucho peor lo que le ocurrió.

  Yo me mantuve quieto y sin a penar respirar; pero mira por donde mi padre regresaba de regar un huerto de pimientos, situado a poca distancia del lugar, teniendo que pasar cerca de donde se desarrollaba la refriega con mi amigo y muy enfadado el padre de éste. Mi padre al observar el panorama y enterado de lo ocurrido, por la información que le trasladó el padre de mi amigo, tampoco las pensó mucho y me arreó unas cuantas galletas, de esas que se dan con la mano y suele doler lo suyo. Creo que tampoco hicimos tantos motivos, pensamos nosotros, qué importancia tenía explorar el nido de gavilán, para recibir aquel trato.  

  Después de todo aquello, no recuerdo haberme acercado a ningún nido de gavilán, ni a poca ni a mucha distancia. Creo que Antonio tampoco lo hizo, o me lo hubiese contado, como otras muchas cosas.

 

  En los primeros días de octubre y en las primeras aguas, daba comienzo la caza de los pajarillos, los primeros pichines o petirrojos, las famosas primillas, los cabícos esos de la cola rojilla, pica-higos, cabezas-negras y otros muchos más, que en esa época abundaban en nuestros campos.

  En aquellas fechas las armas que utilizábamos para la caza de los pichines, eran un tanto primitivas, de fabricación casera, la tradicional loseta elaborada con una chumbera o una piedra muy fina no muy grande. Para armar la loseta era imprescindible  un palillo de unos quince centímetros de largo, por dos de grueso, un esparto atado en una de las puntas del palo y otro palillo muy pequeño en el otro extremo; el famoso armatoste elaborado con dos espartos uno doblado y una tomicilla donde se colocaba la alúa (especie de hormiga con alas), otro esparto doblado y atado por los extremos al anterior.

  En esa época, carecíamos de trampas o perchas, a nuestra edad ni las conocíamos. La vulgar loseta de chumbera, eAntonio Sánchez, coprotagonista del relatora nuestra arma para la caza de pájaros.

  Armábamos unas seis u ocho, y se nos pasaba el día de una en otra, pillando alguna pataleta que otra cuando llegábamos, que se había comido la alúa. Entonces teníamos que reponer el señuelo, con la consiguiente pérdida de tiempo.

  Las capturas eran muy apreciadas por nosotros, a pesar de los medios con los que contábamos. Solíamos salir a tres o cuatros pajarillos por jornada y día, claro está entre los dos. Al final de cada jornada, el reparto era de mutuo acuerdo, y como no siempre las capturas eran par, salían también nones, al día siguiente, nos emparejábamos en la cantidad de piezas.

 

  Podía seguir contando muchas más cosas. Cada persona tiene sus recuerdos buenos y malos, aunque creo que es preferible recordar los buenos a los malos. Pero como dice el refrán: “Recordar el pasado es volver vivir”, y si se hace con ilusión como en este caso lo estoy haciendo, es volver vivir aquellos muy lejanos años y sin querer se siente uno un poquito niño, aunque se superen los sesenta y cinco años, como es nuestro caso. El tiempo transcurrido deja su huella y como no recuerdos, que en las ocasiones que nos ofrece la vida es saludable aprovechar y reírnos un poco de aquella inocencia que todos tenemos a tan corta edad. 

 

  Amigo Antonio, esta historieta va por nuestra sana amistad, y el que la mantengamos muchos, pero que muchos años, será señal de que estamos vivos y coleando.

   Un abrazo colega.

 Alcázar, noviembre del 2.006.

 

 

 

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