Alcázar de Venus: "Entre la Nieve y la Mar"
***Velar un Santo y otras mandas.*** <<leer>> La matanza <<leer>> El desfarfolle. <<leer>> Bailes de mayordomos, el canto de la Salve y otras formas de recaudar dinero para las fiestas. <<leer>> La trilla. Tornapeón. VELAR UN SANTO Y OTRAS MANDAS.
Independientemente del fervor religioso que las personas podamos mostrar respecto a nuestra relación con la iglesia, las devociones por determinados santos y vírgenes siempre han formado parte de la cultura popular de la mayoría de los pueblos de nuestro país. Esta devoción se ve en muchas ocasiones plasmada en la solicitud de favores por medio de una manda, voto o promesa. Una vez alcanzado el favor, “religiosamente” se cumple con lo prometido. En Alcázar de Venus, “Velar un Santo”, entre otras mandas, ha sido la forma más característica de mostrar dicha gratitud a sus santos “particulares” por la concesión, en todo o en parte, de aquello que se les pidió. Hoy en día estas manifestaciones son cada vez menos perceptibles, pero hubo un tiempo en nuestro pueblo en el que fue costumbre generalizada hacer patente el agradecimiento de sus devotos a diversas advocaciones marianas o señaladas figuras del santoral. Así, en la procesión de los patronos del pueblo, la comitiva se paraba ante algunas viviendas por el tiempo que duraba el lanzamiento de los cohetes correspondientes a la manda que se había ofrecido por el favor recibido de la Virgen del Rosario o San Antón. Algunos, no deseando hacer palpable su promesa, encargaban a los mayordomos que en el transcurso de la procesión fuesen ellos los que los lanzaran al aire sin que las imágenes se detuviesen enfrente de su casa. Otros realizaban el recorrido con los pies descalzos o cargaban sobre sus hombros las andas con las imágenes a lo largo de todo el trayecto o en buena parte del mismo. Dentro de la iglesia siempre existen un número indeterminado de cirios encendidos cumpliendo con lo prometido. También son perceptibles los exvotos que cuelgan en algunas de las imágenes y cuyas formas nos recuerdan el motivo por el que las bendiciones del santo tuvieron su benéfico efecto. De igual modo, se llevaban a cabo expresiones de agradecimiento a través de peregrinaciones a los lugares donde existían santuarios. Cuando estos estaban próximos los devotos hacían el recorrido a pie, un acto de fe que no siempre se veía correspondido con el favor de la virgen o el santo del que se trataba de conseguir la ayuda solicitada con tanto ahínco y esfuerzo. Sería prolijo entrar a analizar las formas privadas que, a través de rezos del Santo Rosario, novenas y jaculatorias, muchas de las personas que se sienten favorecidas dedican a santos y vírgenes a lo largo de períodos más o menos largos e incluso durante toda la vida, en señal de gratitud por los auxilios recibidos, o solicitando los mismos. Pero sí vamos a detenernos en la forma más característica y peculiar de nuestro pueblo a la hora de dar gracias, lo que en Alcázar llamamos “Velar un Santo”. Se conoce con tal nombre a un tipo de celebración, entre religiosa y pagana, en la que se mezclan ambos aspectos de la vida de las personas, y que tiene como fin último agradecer el amparo recibido. Algo que era común en épocas anteriores, hoy en día es una celebración bastante extraordinaria. Consiste fundamentalmente en una reunión familiar y de amigos en la que una familia al completo se reúne en torno a la imagen de un santo o una virgen. Cuando la familia se ha sentido favorecida por el santo en cuestión, en el que depositó toda su fe, se ve en la necesidad de manifestar su gratitud por medio de esta celebración de la que tiene que hacer partícipe a todos los próximos, bien sean parientes, amigos o conocidos. Se arreglaba la vivienda, se buscaban sillas entre los vecinos, se preparaba la estancia en la que se iba a llevar a efecto la “vela”. Comenzaba, generalmente, con unos rezos para “cumplir” con la advocación; tras los rezos y otras jaculatorias los anfitriones obsequiaban a los asistentes con bebidas y productos que harían que el resto de la velada fuese más llevadera y, sin lugar a dudas, mucho más amena que si sólo se tratase de rezar y rezar. Las mesas colmadas con fuentes y platos de buñuelos, roscos, mantecados, borrachuelos, rosetas, vino, aguardiente, anís, pan, jamón y todo lo que hubiese para ofrecer. Se hacía un amasijo para la ocasión y riquísimas tortas de sartén aprovechando el calor del horno. Comer, beber, cantar, bailar, la fiesta lo requería. El baile y el derroche de bebidas y comidas era lo propio de tales celebraciones. Todos los asistentes usaban para la ocasión sus mejores prendas: las mujeres jóvenes vestían faldas de vuelo con grandes bolsillos bordados, frente a las mayores que bajo sus mantones dejaban asomar austeros vestidos que cubrían todo el conjunto de enaguas y refajos.
“Con la paleta su madre le daba, Con la paleta no respiraba; Con la paleta su madre le dio, Con la paleta no respiró”
“¿Qué mira usted mozo? ¿Qué mira usted mozo? Porque en mi casa No hay ningún pozo”
“Estando tres niñas Bordando corbatas Pasó un caballero Pidiendo posada −Si mi madre quiere yo le doy entrada. Le dijo la niña Del dedal de plata”
Son ejemplos de las muchas coplas, canciones o romances que algunas de las mujeres mayores entonaban en el desarrollo de la vela del santo cuya imagen o estampa presidía la habitación en la que estaba teniendo lugar. Muchos eran los demás participantes que las acompañaban con palmas o con un par de lascas que sustituían a las castañuelas que no se tenían, el chocar de tapaderas o el tintineo del cuchillo sobre la botella vacía de anís. Después vendría otra tonada y otra y otra. Como siempre se invitaba a los que se atrevían con los instrumentos, pues su concurrencia era fundamental en el desarrollo de la fiesta, pronto se comenzaría a oír el rasgueo de la guitarra, o el punteo del laúd o la bandurria de otro de los invitados que hacía aflorar la melodía que animaba la fiesta, quizá el suave sonido del violín podría acompañar a las demás cuerdas y seguro que algunos y algunas se animaban a bailar al compás de los sones de las notas de los instrumentos musicales. Se comenzaba poco después del anochecer y la “fiesta” duraría hasta el amanecer, hora en la que el despuntar de los rayos del sol avisaba a los participantes de la celebración que la fiesta había concluido y que el trabajo de cada día estaba donde se dejó el día anterior y esperando a todos y cada uno de los asistentes para que continuasen con lo cotidiano, con el diario bullir de un sitio a otro tratando de conseguir el necesario sustento. Teodoro Martín. Alcázar de Venus
Antes de que las máquinas sustituyeran a la mano del hombre, en los pueblos agrícolas como Alcázar de Venus, las familias y los vecinos se reunían a modo de ceremonia para llevar a cabo el desfarfolle o retirada de la farfolla (envoltura de hojas secas) que cubre la mazorca de maíz para posteriormente desgranarlas y emplear el grano en el alimento de los animales o en la fabricación de harina. Al final del otoño, la dura tarea del cultivo del maíz veía, por fin, su fruto en las mazorcas o panochas que se apilaban en el espacio más amplio de la vivienda; en torno a ellas se colocaban todos los brazos posibles para hacer ver el amarillo del grano que significaba que el trabajo no había sido baldío y que el esfuerzo había merecido la pena.
Era
costumbre que el dueño o el encargado de la finca en la que se iba a llevar a
cabo el desfarfolle, obsequiara a los que participaban en él con aguardiente o
vino como bebidas y con rosetas, buñuelos o higos secos como elementos
comestibles.
El
desfarfolle era una fiesta en toda regla, en ella participaban no solamente los
familiares sino que también iban los de los cortijos vecinos y los amigos de
unos y de otros, así que el número de personas que rodeaba la parva de maíz
solía ser bastante considerable. Mientras se iba desfarfollando, las bromas,
las canciones o coplas de María Castaños, los tragos de vino o aguardiente y
las rosetas o el buñuelo no faltaban en ningún momento; la risa y el desenfado
era la tónica general en su transcurso.
Bailes de mayordomos, el canto de la Salve y otras formas de recaudar dinero para las fiestas.
Hoy
en día con el tema de la sponsorización -¡qué horrible anglicismo!- la
organización de cualquier festejo o evento tiene una más o menos fácil solución,
pero hubo épocas en las que para organizar la celebración de las fiestas
patronales suponía a sus organizadores una más que ardua tarea que les llevaba
todo un año; con eso y todo, los fondos que se reunían “tásamente”
(vocabulario alcazareño) daban para llevarlas a cabo de un modo decoroso y poco
más. Y eso era lo que normalmente sucedía en Alcázar de Venus allá por las décadas
de los cuarenta, cincuenta y sesenta, e incluso en las posteriores.
De
la tradición oral se recoge en “Cascarabitos”(1)
algunas costumbres de las épocas referidas; fragmentos de ellas reproducimos a
continuación: “El
modo de llegar a reunir el dinero suficiente era casi siempre el mismo: los
bailes de los mayordomos, las rifas y el canto de la Salve o el Fandanguillo por
el grupo de mayordomos a la puerta de la vivienda del que daba el donativo. A
lo largo del año los mayordomos se encargaban de organizar bailes. El dinero
que conseguían, después de pagar a los músicos, no suponía gran cantidad,
por ello durante el desarrollo del baile siempre se procedía a la rifa de algo:
un plato de higos secos, una torta de sartén, una fuente de mantecados, un pan
de aceite... Estas rifas hacían que los ingresos aumentasen considerablemente.
También utilizaban, porque las mozas se prestaban a ello, la subasta de la
pareja de alguno de los mozos que estaba entusiasmado con la pieza del momento. Se
acercaba a la pareja uno de los mayordomos y decía: —Más
de una peseta si quieres seguir bailando con la Fulanica —decían el nombre de
la pareja del mozo. La
peseta era la puja inicial. Esto obligaba al mozo a ofrecer una cantidad mayor
si no quería que su pareja dejase de bailar con él y se fuese con el que había
ofrecido la peseta. —Seis
reales —era, normalmente, la
siguiente puja del que estaba bailando. Si
nadie volvía a pujar la cosa se quedaba como al principio, si no, de nuevo se
acercaba el mayordomo con el recado y, de dos reales en dos reales, se
continuaba hasta que lo económico se imponía a lo sentimental; sobre las dos
pesetas o los diez reales se solían cortar las pujas, unas veces ganaba el que
empezó a bailar y otras le tocaba cambiar de pareja. Había
un tal Federico* que venía del Puerto, el cual tenía
un billete de ¡quinientas pesetas!, que daba para el cobro de los seis o diez
reales de la puja que había hecho, como era lógico siempre se volvía a su
casa con el billete intacto y habiendo bailado con la moza que a él le apetecía.
En una ocasión en la que el baile se celebraba en casa de Roberto Carrión*,
con la gramola que tenía recién comprada y usando los discos de pizarra de la
“Voz de su Amo” con canciones de las cupletistas y cantaoras más famosas de
la época, Federico volvió a usar el truco de las quinientas pesetas. En esta
ocasión Roberto tenía preparada la vuelta del billete y, una vez que se abrió
el melón, todos probaron de él. Esa noche Federico volvió al Puerto a duras
penas y lamentándose del fin de su tan preciado billete. A
las pesetas recogidas en los bailes por el permiso para entrar, las pujas por
las mozas y las rifas dentro del baile, había que unir lo que dejaban las rifas
a lo largo del año y el mismo día de la Virgen. Éstas, normalmente consistían
en una arroba de vino o en un choto y, por último, la colecta que se hacía por
las casas de los vecinos del pueblo y por los cortijos de los alrededores. Para
llevar a cabo la colecta se reunían todos los mayordomos y algunos otros a los
que les iba la juerga y les gustaba cantar. Vicente*, siempre que podía, fuese
o no mayordomo, formaba parte de la comitiva, a él le gustaba eso de cantar la
Salve. Se tardaban varios días en hacer los distintos recorridos y los
participantes, convertidos en coro de ocasión, terminaban con la garganta hecha
trizas. En
el pueblo acababan en una noche, una noche larga. Los cortijos los hacían en
dos tandas: un día comenzaban por los Faces y, tras recorrer todos los situados
en la zona de levante y norte, acababan en el Viz de Abajo; para la zona de
poniente y del sur comenzaban en el cortijo Real y terminaban en el de la
Rambla. Cuando hacían el recorrido por los cortijos salían al amanecer y volvían
cuando el sol ya se había ido, y todo ello dándole a los pies y sin
entretenerse lo más mínimo. Tanto en el pueblo como en los cortijos antes de
recibir el donativo de la familia para la organización de las fiestas era
obligado cantarle la Salve o el Fandanguillo. Ambos cánticos eran el mismo. La
diferencia estribaba en la rapidez con que eran entonados por el coro de los
mayordomos: la Salve se cantaba de forma pausada y a dos o tres voces en un tono
solemne, mientras que el Fandanguillo era una especie de Salve apresurada en la
que daba la impresión de que todos estaban deseando que aquello concluyese
cuanto antes; el tono no era solemne, era más bullanguero, pero nunca
irrespetuoso. También existía diferencia en el momento de entregar la dádiva:
la Salve se cobraba a diez reales y por el Fandanguillo sólo se pagaban seis.
Independientemente del canto que habían oído, todas las familias tenían
preparado algo para ofrecerle a los cantores con el fin de mitigar su sed, su
hambre y compensar de un modo personal el esfuerzo realizado.” (1) “Cascarabitos” Obra inédita de Teodoro R. Martín sobre las vicisitudes del personal alpujarreño durante los años difíciles de la posguerra, y posteriores. Aquí hemos sustituido los nombres de los cortijos del original por otros que hacen referencia a Alcázar de Venus. <atrás> *Nombres ficticios.<atrás> Impregnada de toda la liturgia propia que en las distintas civilizaciones ha supuesto el rito del sacrificio, la matanza del cerdo en nuestras tierras es un evidente ejemplo de la conjugación del rito y la tradición, aderezadas con el sentido práctico de las comunidades en las que el sustento diario a lo largo de los doce meses que dura todo año, no fue cosa sencilla. Y decimos fue, en pasado, y no es, en presente, porque por desgracia, a nuestro entender, la tradición, el ritual de la matanza es algo que poco a poco va quedando para el recuerdo y que tendremos que recurrir a estos espacios u otros circunscritos a la tinta y el papel para poder conocer lo que en nuestras vidas ha supuesto la matanza. Si no es así, habremos de acercarnos a algo mucho más odioso: la simulación artificial con fines turísticos y propagandísticos que en algunos pueblos de la floreciente Alpujarra se lleva a cabo una vez al año para todo, menos para saborear lo que una matanza ha supuesto y supone en el vivir de cualquier alpujarreño o asimilado. Seguro que la mayoría de los que ya tenemos una cierta edad, poseemos recuerdos inolvidables de algunas de las muchas matanzas en las que hemos participado, y conservamos en nuestra retina y en la memoria aquellos momentos en los que con nuestros familiares, vecinos, y amigos nos reuníamos en una fría mañana de invierno alrededor de la lumbre esperando a que el más experto diese fin a la vida del animal que se había ido engordando a lo largo de meses y del que se sacaría alimento para el diario o extraordinario de los muchos días que restaban hasta la próxima matanza. Es Alcázar, con su escaso número de vecinos, uno de los pueblos alpujarreños en los que todavía no se ha llegado, por fortuna entendemos, al rito adulterado de la matanza turística y, aún, existen cuatro o cinco familias que todos los años por estas fechas la realizan en sus domicilios. La matanza, amén de lo intrínseco de la misma, siempre ha sido una fiesta, un motivo de reunión de familiares y amigos, en la que la colaboración y el trabajo en equipo han sido basas fundamentales para su desarrollo. El día previo al sacrificio del cerdo, las mujeres se reúnen en torno a la lumbre para no cesar de lagrimear durante el pelado y picado de la cebolla que después de cocida será, junto con la sangre del animal y las especias convenientes, ingrediente fundamental de la morcilla de Alcázar (en ocasiones, y cuando escaseaban las cebollas, se les solía añadir algo de arroz o nabos cocidos). Es ésta una tarea que normalmente suelen llevar a cabo las mujeres. Si en general los roles masculinos y femeninos están bastante bien diferenciados, durante la matanza esta diferenciación es absoluta: los hombres a lo suyo y las mujeres a casi todo. Una anécdota al respecto: Dicen que por la década a caballo entre los cincuenta y sesenta vivía en uno de los cortijos de Alcázar una fornida mujer, que sola, sin la ayuda de hombre ni mujer alguna, se bastaba y sobraba para llevar a cabo la matanza en su totalidad, desde el sacrificio del cerdo, hasta la salazón de jamones y paletillas. Como no es éste el caso que nos ocupa, reflejaremos el ritual de lo que pudiéramos llamar una “matanza al uso”. La espera del momento del sacrificio suele llevarse a cabo entre dulces propios de la navidad y alguna copichuela de anís, aguardiente o coñac, que una vez acabada la faena, se vuelve a repetir mientras se comentan las vicisitudes que se presentaron durante el mismo, o se charla acerca de cualquier otro tema.
La sangre se recoge en un lebrillo, el marrano convenientemente chamuscado, pelado y lavado, se abre en canal, las tripas se recogen en canastos y las asaduras y otras vísceras lavadas se guardan en cubos. Se cuelga al animal en lugar fresco, aireado y a salvo de cualquier gato truhán y se procede por un lado a la preparación de la comida de ese día a base de asaduras con papas, todo frito con un excelente aliño de ajo, pimiento colorado seco y azafrán, y por otro se comienza a preparar la masa de las morcillas para que después de la comida se pueda empezar con su embutido y posterior cocción. A la masa de morcilla se le añade manteca derretida de la que salen los primeros chicharrones que junto con algo de masa frita y a veces un poco de sangre frita, también se dan a probar a los comensales que entorno a la sartén o perola de las papas con asaduras o viceversa, están dispuestos a dar con el fondo entre vasillos de vino, aceitunas aliñadas, ensalada de naranjas, cascos de cebolla y alguna que otra hortaliza conservada en vinagre, a ser posible con algo de picor. En algunas familias es imprescindible contar con el visto bueno del veterinario antes de proceder a degustar los productos del cerdo recién matado, en otros siempre se supone que no va a pasar nada, entre otras cosas, porque el fuego todo lo mata. Por la noche ya se pueden probar las morcillas recién hechas, aunque el plato fuerte de ese día será el “puchero de matanza” en el que los garbanzos, pocas patatas y alguna berza se pelearán con una indescriptible “pringá” en la que todo aquello que dicen que es fatal para el colesterol y los triglicéridos tiene un lugar fundamental e imprescindible: el tocino fresco, “el hueso del pecho”, algo de careta, corazón y lengua, junto con otros elementos saturados de grasas y gelatina, dan una textura inigualable al puchero de del día de la matanza. Bueno es echarse unas manos al rentoy y quedarse de cháchara hasta bien entrada la noche antes de irse a la cama. La mañana del siguiente día se procede al descarne y despiece del cerdo. La carne de más calidad se separa para hacer los salchichones y el resto, una vez salvada aquella que se va a asar en la lumbre, se pica, se sazona y se le añade el adobo de vino, vinagre, pimiento rojo seco y cocido, ajo, y orégano para que quede en maceración de 24 a 48 horas y lista para ser embutida como la típica longaniza de Alcázar. Junto con esta carne, una vez adobada, se entierran las cintas de lomo y las costillas del cerdo, todo a medio cortar, para que se impregnen de la esencia del mismo y después de troceadas freírlas en aceite de oliva para posteriormente conservarlas en el mismo aceite en orzas meladas de barro, hasta el momento en que se necesiten. Las caretas, el descarne de algunos huesos, el corazón y otras partes gelatinosas y en las que abunda la ternilla se cuecen durante largo tiempo con abundantes aliños en una caldera mediana, para que una vez tierna sea picada y mezclada con unos puñados de perejil fresco se conviertan en riquísimas salchichas. Las hojas de tocino, la papada y el espinazo se salan por una parte, mientras que por otra se hace lo propio con los jamones y paletillas que, tras el arduo y concienzudo sangrado (imprescindible para que luego no nos llevemos sorpresas desagradables), se mantendrán en la sal tantos días como kilos tengan de peso antes de colocarlos en habitación adecuada donde reciban el frescor salutífero de los aires de Sierra Nevada. En los días siguientes, y si el tiempo lo permite, será el momento de sacar al morcillas al sol para que se sequen y así se puedan conservar durante un período de tiempo más prolongado. Habrán sido unos días de mucho trabajo, pero el fruto del mismo bien que lo agradecerá la familia a lo largo de todo el año. Tras pasar unos ratos maravillosos con los familiares y amigos, llega el momento en el que la mayor parte de los artilugios empleados durante la matanza: ollas, sartenes, calderas, perolas, barreños y recipientes de todo tipo, vuelven a ocupar su lugar en la cámara hasta el próximo invierno, en el que de nuevo, con parecida ilusión a la de aquellos niños que un día fuimos, soñemos con el día de la matanza. Después de la matanza, aquellos que vinieron a echar una mano o a pasar unos días con la familia volverán al lugar de procedencia con alguna ristra de morcilla, salchicha, trozo de tocino o cualquier otra “fruslería” que tanto nos gustan a todos. Aquello que se quedó en el aceite o curándose ya habrá tiempo de probarlo en una posterior visita.
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